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Demócrito, Picasso y el átomo. O la física y el cubismo

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Luis Salaberría

 

Frontera Digital

 

A lo largo de la historia los conceptos “unidad”, “multiplicidad”, “lo que es” y “lo que no es” han sido tratados a través de diferentes teorías filosóficas y científicas, y de ello se ha hablado largo y tendido. Muy pronto estos asuntos estuvieron entre las preocupaciones de los primeros pensadores que intentaban entender el universo y su constitución. Los presocráticos creían que un solo elemento era la base primordial y permanente de todo, pero cuál era ese material fue motivo de debate. Tales de Mileto consideraba que el agua era la esencia. Para Anaximandro, el primero en llamar a esta substancia arjé, era lo ilimitado o indefinido, el ápeiron. Pitágoras y su escuela apostaron por los números y Heráclito se inclinó por la palabra, el lógos. Pero llegó Parménides diciendo con buen criterio que el monismo, que establecía la existencia de un solo arjé, se le quedaba corto para explicar la pluralidad a partir de la unidad y sacó a relucir el pluralismo. Empédocles, claramente a favor, anunció que tierra, aire, agua y fuego conforman todo, pero llegó Anaxágoras y afirmo que no porque existía una infinidad de componentes en el conjunto de lo existente. Demócrito, el risueño, y Leucipo, que también era de Mileto, sostuvieron que “lo lleno”, “lo vacío”, “lo que es” y “lo que no es”, son las causas, es decir la materia de las cosas, y abrieron un melón al advertirnos sobre la existencia del átomo. Platón, que no era partidario de tanto “vacuísmo” y tanta juerga, opinó que había que quemar lo escrito por el “risas”. A Aristóteles todo esto le puso muy nervioso y para complicarlo destacó que el principio constitutivo de las cosas es algo que no necesita nada más para existir, es por sí mismo, y como parte de una cosa es la propia condición de esa cosa.

 

La ciencia, hija díscola de la filosofía, dio la razón en parte a unos, en parte a otros, pero más a lo dicho por Demócrito, y veintitantos siglos después, Robert Boyle y Edme Mariotte comprobaron en un experimento que un gas estaba configurado por un conjunto de corpúsculos invisibles chocando entre sí, demostrando con su ley la existencia de estas unidades mínimas. Más tarde, Marie y Pierre Curie pusieron en duda la indivisibilidad el átomo y les fue otorgado el Nobel de Física en 1903 por sus despampanantes descubrimientos relacionados con la radioactividad. Albert Einstein, un joven espabilado de veintiséis años, dio a conocer en 1905 sus teorías de los cuantos, la relatividad y los movimientos brownianos, provocando una revolución que permitió llegar a avances insospechados en mecánica cuántica y así el siglo XX estalló con electrones, mesones, neutrones, fotones, positrones, muones, tauones, gluones, piones, nutrinos, hadrones, quarks, fermiones, bosones… En 2015 se demostró que la física clásica, pese a ser muy razonable, no describe nuestro mundo y en 2019 un aparato cuántico de solo 53 qubits hizo en tres minutos un cálculo que le llevaría 10.000 años al ordenador convencional más veloz del mundo.

En 1905, annus mirabilis de la ciencia, Pablo Picasso tiene veinticuatro años. Ya es un artista notable pero no explosivo. Su amigo Carlos Casagemas se ha matado disparándose en la sien no sin antes intentar asesinar a una modelo de la que estaba enamorado. El París bohemio de principio de siglo es salvaje y miserable. Picasso comparte habitación y cama con Max Jacob, el poeta místico. Duerme de día y de noche pasea su pobreza junto con don Guillermo Apollinaire y otros tarambanas. Pinta borrachos, ciegos, tuertos, mendigos, gente abatida y flaca bajo luces melancólicas. Es como ellos. Se autorretrata. Es su periodo azul. En 1904 se ha emparejado con Fernande Olivier. Comienza una época rosa. Debiera estar más animado, pero en sus cuadros aparecen lánguidos saltimbanquis, arlequines pesarosos, cariacontecidos equilibristas, y monos y caballos esperando que alguien les eché de comer. Pese a ser interesante, su arte rezuma sentimentalismo y está barnizado de un regusto decadente. En 1906 rabia de envidia al admirar los colores, la composición, la frescura báquica que desprende La alegría de vivir de Henri Matisse y tiene un retortijón al ver las esculturas iberas del Cerro de los Santos en una visita al salón de antigüedades orientales del Louvre. Algo en su modo de mirar se ha roto. Gertrude Stein, que ya ha visto en él lo que el aún no ve, le encarga un retrato. La estadounidense tiene que posar noventa y dos veces. El malagueño no acierta. El retrato se le atasca. No puede acabarlo. Está en crisis creativa. Sabe que ha de pintar de otra manera, pero aún no adivina cómo. Alguien le aconseja un cambio de aires. Se instala durante ochenta días en Gósol, un pueblo catalán, donde revitalizado realizará más de doscientas obras, entre ellas El harén, inspirada por la serie de bañistas de Paul Cézanne, muy insuflada por el aliento de El Greco. De vuelta en París termina con éxito el retrato de la escritora. Borra el rostro y en su lugar coloca una inexpresiva máscara. Petrifica a la Stein. Para entonces, maneja el pincel como el cincel de un escultor primitivo. Unos meses más tarde, en 1907, pintará Las señoritas de la calle Avinyó. Ya es proto-cubista.

“Es como beber gasolina para escupir fuego”, dicen que dijo George Braque al ver el cuadro. Otros aseguran que advirtió irritado: “pretende hacernos beber petróleo y comer estopa”. Vete a saber. Lo que sí parece seguro es que quedó estupefacto al ver el cuadro con el que Picasso nos aúpa a lo alto de un cerro desde donde oteamos el arte del siglo XX. El basto panorama nos estomaga, revuelve y ensancha la mirada. Es una creación anómala, monstruosa, que rompe reglas y señala el camino lleno de baches por donde irá la estética durante las siguientes décadas. Sin la emotividad de periodos anteriores ni romanticismos ni asimilaciones con la tradición pictórica, Las señoritas de la calle Avinyó es una obra radical e independiente a todo lo hecho en arte hasta entonces. Paradójicamente se trata de una composición al modo clásico con un bodegón y cinco desnudos. ¿O son seis naturalezas muertas? ¿Por qué no son hermosas a la manera de las de El harén? ¿Son prostitutas exponiéndose ante un cliente o ménades a punto de desmembrar al que ose mirarlas? ¿Se trata de una imagen misógina? ¿Son mujeres? El rostro de la figura central, ¿no es un autorretrato? ¿Es un eunuco, como el de El harén, el personaje que aparece sentado a la derecha?

Responder a estas preguntas es innecesario porque lo importante no es lo representado sino cómo se ha representado. No vemos cinco rameras en el salón de un burdel “filosófico” en Barcelona. Vemos una “cristalización”. Picasso traza líneas, pinta planos, elimina, emborrona, repinta cubos. Rompe un espejo. Amontona los fragmentos. Recompone lo destruido. Con los pedazos crea una escenografía e introduce en ella las cinco monolíticas figuras. Dos, las de en medio, mantienen tópicas posturas de seducción a la manera de las odaliscas pintadas por Ingres y otros orientalistas, pero sus miradas no son misteriosas ni cautivadoras ni eróticas. Son estúpidas. Sabemos que esos rasgos tienen relación con las piezas iberas que pasmaron a Picasso en el Louvre y muy concretamente con un busto robado por Honorio José Guery Pieret, secretario del granuja Apollinaire, que el pintor veía a menudo porque guardaba en su taller, pero podrían ser también reflejos de nuestros rostros ante semejante visión. Las otras meretrices, concubinas o lo que sean llevan máscaras africanas como las expuestas por entonces en el Museo del Trocadero o las que Henry Matisse tenía en su casa.

¿Por qué llevarán máscaras ceremoniales mahongwes unas pilinguis? ¿O son ngares? ¿Es una obra religiosa? ¿Son hombres travestidos? Esto es otro cantar y todo es muy opinable. Lo que sí es sabido es que tras Las señoritas de la calle Avinyó llegó como un huracán el cubismo analítico.

En una entrevista publicada en 1923 en la revista The Arts Picasso llamó bobos a aquellos que pretendían entender el cubismo usando conocimientos psicoanalíticos, trigonométricos o matemáticos. “Todo eso no es más que literatura”, despachó como si la literatura fuera algo baladí. Pero ahora sabemos que en el Bateau-Lavoir, de 1904 a 1909, se debatía acaloradamente sobre los últimos descubrimientos científicos que estaban revolucionando la concepción y la relación espacio-tiempo y allí se pasaban las horas divagando sobre politopos complejos y geometría no euclidiana. Maurice Princet, “el matemático del cubismo”, andaba fascinando a los asistentes de aquellas charlas con el Traité élémentaire de géometrie à quatre dimensions, un libro escrito e ilustrado por Esprit Jouffret donde se mostraba mediante diagramas cómo aparecen los objetos de cuatro dimensiones cuando se proyectan en un espacio de manera tridimensional, ilustrando muchas de las ideas ya expuestas por Henri Poncairé en su Ciencia e hipótesis publicado en 1903. Al polímata Poncairé le leyó mucho Einstein, por cierto.

Henri Poncairé, como Einstein y Picasso, estaba dotado de una creatividad portentosa y un carácter intuitivo que le permitía elaborar sus ideas sin tener demasiado en cuenta rigor o lógica y trabajaba con frecuencia por representación visual dejándose guiar por el inconsciente. Sus contribuciones provenían de un interés profundo por “la esencia, las propiedades, las causas y los efectos de las cosas”, porque además de científico teórico, físico y matemático era filósofo, y dejó abiertas paradojas que sirvieron luego a Einstein para elaborar algunas de sus teorías.

Pero volvamos al artista que intentó despistarnos. ¿Desmerece algo que pintara como pintara conociendo el libro de Jouffret basado en las deducciones de Poncairé? No, porque lo que hizo con todos esos hipercubos, teseractos, penteractos, vértices, aristas y celdas fue trastornar los fundamentos del arte creando uno nuevo. Pero pese a su indiscutible genialidad no lo hizo iluminado por una gracia divina o alguna ciencia infusa, y no habría llegado a esa excelencia si no hubiera estado en medio de aquellos paliques, bebiendo Pernod y aspirando el humo de los cigarrillos en los cafés parisinos mientras escuchaba a sus amigos perorar sobre la nueva doctrina estética. Allí atendió con curiosidad a lo que decían Fritz René Vanderpyl, Pierre Reverdy, Roger Aullard, Maurice Raynal, André Salmón, Max Jacob, su compañero de cama, y el granuja de Wilhelm Albert Wlodzimierz Apollinaire de Kostrowicki, entre otros. Admiraba a aquellos intelectuales, quería aprender y ser como ellos. Le fascinaba su verborrea deslumbrante, pero también sabía que era conveniente echar el rato riéndoles las gracias y cocerse en la salsa de la vanguardia cultural, y por eso estuvo allí atento, calladito, mirándolo todo con sus enormes ojos negros, absorbiendo aquella energía, deglutiéndola, transformándola y haciendo luego lo que le daba la gana. Ellos aportaban la teoría, él se dejaría llevar por el instinto.

Ser cubista era seguir unas reglas y obedecer un dogma que aún no estaba definido por esos pensadores que hablaban de cómo habría de ser ese arte sin tener aún la evidencia de su existencia. Consideraban a la ciencia como la guía a seguir, proclamaban la preminencia de la forma frente a la emoción y exigían, según lo vehemente que fuera el ponente, la muerte del pintor individualista. La pintura tenía que ser “pura” por “su carácter absoluto”, decían airados. La perspectiva les parecía un artificio miserable. La fotografía ya captaba divinamente la realidad, ¿para qué pintarla entonces?, se preguntaban tirándose de las melenas. El último “ismo”, el fauvismo, con sus colorines chillones era cosa de cursis. El pintor debía analizar, sintetizar, no expresar, representar solo lo esencial eliminando lo anecdótico y meter las cuatro dimensiones en un lienzo embadurnado con óleos parduscos. Max Jacob, que andaba ideando convertirse al catolicismo ya antes de ser surrealista, recordaba aquellos parloteos sobre el cubismo: “yo no comprendía un pizco y Guillaume (Apollinaire) hablaba al tuntún”.

Picasso intenta entender algo de aquel galimatías, pero además observa un vaso medio lleno de absenta, un músico tocando un instrumento o el humo que sale de la pipa de un poeta reflejado en un vidrio empañado. Después, en el estudio, plasma sobre las tensadas telas lo que su retina tetradimensional ha captado: el vaso, el clarinete, la pipa o la basílica de Le Sacre-Coueur sobre la colina de Montmatre. En sus pinturas deconstruye las formas mediante líneas rectas que entrecruzan formando multitud de pequeños elementos geométricos, desiguales, nítidos, imprecisos otras veces, independientes o conectados entre sí. Los reparte por la superficie de la tela como zarandeados por un torbellino cósmico. Representa la materia en explosión y “lo vacío” se llena de partículas suspendidas reproducidas con pequeños toques de pincel puntillista. Pixela el contenido: “lo sólido”, “lo sutil”, “lo que es” y “lo que no es”. Nos hace ver el vaso por delante, de lado, hueco y lleno a un tiempo como si la mesa sobre la que apoya rotase. Quiebra los clarinetes. Destroza las mandolinas. Espachurra los acordeones. Convierte al músico en una partitura dodecafónica arrugada. Al bardo que fuma lo hace tembloroso a la manera de un San Vito con las letras de sus versos cayéndosele por entre las hechuras del gabán. La Basiliqué du Sacré-Coeur es un glaciar derrumbándose en un mar de hielo roto. Y ya que está inspirado hace un caleidoscópico retrato a Ambroise Vollard echando una cabezadita y otros, más nebulosos si cabe, a Daniel Henry Kahnweiller y a Wilhem Uhde, tres marchantes y coleccionistas de postín. Picasso no pinta a tontas ni a locas.

Setenta y tantos años después, mirando con puntería esos trabajos, la historiadora Linda Dalrymple Henderson sospecha que el pintor conocía bien los diagramas de Esprit Jouffret y así lo explica en su libro The Fourth Dimension and Non-Euclidean Geometry in Modern Art editado por Princenton University Press en 1983. Gracias, Linda, por fijarte en los pormenores.

A finales de 1911 el joven pintor ha llevado su obra al borde de la abstracción, pero algo no le convence. Echa de menos el humor que emanaba de sus “señoritas” y se pregunta si habrá tomado demasiado en serio el dogma cubista. ¿Para qué tamaño empeño en representar una tercera, cuarta o quinta dimensión pudiendo pegar un trozo de silla a la pintura o hacer una escultura con cuatro chapas? Además, las paredes de los salones de París ya están hartas de tanto cubismo analítico. Como si de un ave fénix se tratara su pintura ha de renacer de entre las ocres cenizas, debe dejarse de análisis, recomponer las formas de lo representado y volver a hacer reconocibles los objetos mediante los colores, las texturas y los detallitos. Ahora quiere ser cubista sintético.

Más adelante será neoclasiscista, luego se reinventará una y otra vez, cambiando de estilos, sirviéndose de procedimientos y materiales diferentes a los que domina. Sin miedo, tanteando hasta dar con los mejores resultados, aprenderá haciendo. Su carácter inquieto sumado a unas habilidades innatas y la constatación de que sus innovaciones acaban siendo éxitos generan en él una excitación por experimentar durante toda su larga vida.

El 16 de julio de 1945, a 97 kilómetros de la ciudad de Alamogordo, en el desierto Jornada del Muerto, al suroeste de Estados Unidos, aún no había amanecido cuando las montañas se iluminaron de añiles, azules, verdes y un cegador blanco. Una esfera de plutonio de seis centímetros de diámetro situada en lo alto de una torre de metal se comprimió por un instante hasta adquirir el tamaño de una canica aumentando su densidad de tal manera que los núcleos de sus átomos se partieron liberando neutrones que rompieron otros núcleos generando de ese modo una exitosa reacción en cadena. Trinity, así fue nombrada la primera bomba de fisión nuclear, generó una energía calórica, lumínica y sonora similar al estallido de 19.000 toneladas de trinitrotolueno, elevando una multicolor nube de 12 kilómetros de altura compuesta de escombros, llamas y humo con forma de hongo, y creando un cráter de 330 metros de diámetro y 3 de profundidad donde el calor y la enorme presión produjo vidrios de trinitita y otros raros cuasicristales. Por supuesto, todo lo que por allí tenía vida dejó de tenerla. Robert Oppenheimer, extraordinario teórico de la física y hombre de alta cultura además de responsable científico de aquel proyecto llamado Manhattan, no se lo quiso perder y estuvo cerca, a nueve kilómetros, dentro de un bunker, con gafas y crema protectora, presenciando aquello con lumbreras como Enrico Fermi y otros excelsos investigadores, que según les parecía reían, lloraban o no decían ni pío de tanta emoción. Él, el ilustrado, recordaría en ese momento un verso del Bhagavad Gita que venían a decir algo parecido a: “si estallaran en el cielo a la vez mil soles su resplandor sería como el del Todopoderoso”. Luego, relatan, soltó en sánscrito: “así, ahora, me he convertido en Muerte, el destructor de mundos”. Tras ver el espectáculo, percatarse de que el estado de Nuevo México seguía ahí y que la atmosfera no había ardido, y con ella todos los seres vivos del planeta, el general Leslie Groves pidió a Harry S. Truman el O.K. para lanzar Little Boy y Fat Man, otros dos artefactos nucleares, sobre las pobladas ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. El presidente se lo dio y allí fueron arrojadas.

Así fueron las cosas.

Después de aquella barbaridad, el Imperio del Japón se rindió, dándose por acabada la Segunda Guerra Mundial y Estados Unidos dejo claro que defendería la democracia, los derechos y las libertades donde y como hiciera falta. Llegaron luego el Telón de Acero, la Guerra Fría, la de Corea, el macartismo, la invasión de Hungría y otras bombas atómicas, termonucleares o de fisión estallaron bajo tierra, en globos o sobre atolones en el océano porque gobernantes de la Unión Soviética, Reino Unido, Francia, China, India, Pakistán, Israel, Sudáfrica y Corea del Norte no quisieron quedarse atrás al respecto.

Albert Einstein, celebrando su setenta y un cumpleaños, nos sacó la lengua. Arthur Sasse tomó la instantánea en 1951 y pronto esta imagen se convirtió en una de las más reproducidas del siglo. ¿El sabio se burlaba de nosotros? ¿De sí mismo, tal vez? ¿Quiso hacernos reír, con la que estaba cayendo? ¿Se mofaba de la insensatez, los vanos proyectos y los persistentes errores que generan los deseos y las pasiones humanas? Quizá su sentido del humor era una forma de distanciamiento, como la de aquel filósofo griego que reía sin parar. Cinco años después, unos días antes de morir a los 75 años, el loco profesor firmó junto con once científicos e intelectuales el Manifiesto Russell-Einstein alertando de los peligros que suponían tantas bombas nucleares en manos de tantos y abogaban por resolver los conflictos internacionales de manera pacífica. Otro de los firmantes, Jòzef Rotblat, recibió en 1995 el premio Nobel de la Paz por “sus esfuerzos en disminuir el papel desempeñado por las armas nucleares en la política internacional y, a largo plazo, para eliminarlas”, y fue el único científico que abandonó por motivos éticos el Proyecto Manhattan en 1944 cuando ya era evidente la incapacidad de Alemania nazi para fabricar una bomba atómica.

Así fue.

En 1945 y 1948 el camarada Iósif Stalin fue candidato al Premio Nobel de la Paz. Con buen criterio no se lo dieron.

Picasso siempre se consideró un pacifista. En 1949 presenta su primera versión de La Paloma de la Paz en el Congreso Mundial de Partisanos de la Paz celebrado en París, organizado por el Congreso Mundial de Intelectuales por la Paz a iniciativa de la Oficina de Información Comunista (Kominform). Ese año nace su tercera hija. La llama Paloma.

Stalin muere en 1953, dejando a la Unión Soviética en un espléndido segundo puesto como superpotencia nuclear. Por esto y otros motivos la revista Les Lettres Françaises prepara un número especial de homenaje y pide al pintor que le haga un retrato. Al ver el carboncillo terminado, a Françoise Gillot, su pareja entonces y madre de Paloma, le entra la risa. A Picasso aquello le produce un ataque de hipo. El dibujo no está nada mal, se publica en portada, pero a los dirigentes del Partido Comunista Francés no les hace gracia por lo que Louis Aragón, el director de la publicación, le pide una rectificación pública. Nuestro genio, como buen pacifista, dice que le dejen en paz y pinta una cabra.

En 1956 Picasso es fotografiado por David Douglas Duncan partiéndose de risa mientras chapotea en una bañera. Se carcajea como Demócrito. Parece contento. Tiene 75 años. Es rico y famoso. Ha comprado La Californie, una imponente mansión situada en lo alto de Cannes con jardines de frutales y palmeras. Allí convive con Jaqueline Roque, una mujer de 27 años que le ama, varios perros, un mono y una cabra llamada Esmeralda. En verano sus hijos Paloma y Claude le visitan y todos saltan a la comba.  En sus cuadros ya no hay entierros ni caballos destripados ni mujeres lloronas. La guerra queda lejos. Henri Matisse, su respetado y único rival, ha fallecido en plenitud creativa tras años de malísima salud. Su querido Max Jacob murió católico, de pulmonía, en el campo de internamiento de Drancy a la espera de ser deportado al de Auschwitz por el fascista y antisemita État Fraçaise durante el régimen de Vichy en 1945. El pobre Guillermo Apollinaire, alistado como voluntario para combatir en la Primera Guerra Mundial, recibió un balazo en la cabeza y la nacionalidad francesa, pero no sobrevivió a la epidemia de “gripe española” de 1918. El suicidio de Carlos Casagemas fue hace ya mucho tiempo.

Picasso siente el gozo de estar vivo. Cada día se levanta tarde y tras un sencillo almuerzo faena feliz hasta altas horas de la noche plasmando en sus lienzos el color, la luminosidad y la benevolencia de la vida mediterránea. La casa entera con sus habitaciones y salones es un enorme taller repleto de obras terminadas o a medio hacer. Incluso utiliza como estudio una habitación abalconada en la segunda planta donde se ha hecho construir un palomar.

Durante esa proteica etapa realiza esculturas en madera, en bronce, muchas cerámicas y aguatintas. También linóleos, técnica que revoluciona con su método “a la plancha perdida”. Ilustra poesías. Celebra el hecho de pintar y hace sus variaciones sobre Les femmes d´Alger de Delacroix, Las Meninas de Velázquez y El almuerzo sobre la hierba de Manet como homenaje a aquellos artistas que tanto admira. Pinta lo que ve a través de las ventanas, el Golfe-Juan y el Cap d´Antibes, los pichones en el alféizar y el propio taller. Retrata a Jaqueline de perfil, de frente, con las piernas cruzadas, sentada en una mecedora, echada en un diván, con el pelo suelto o recogido bajo un pañuelo, vestida de novia, desnuda, serena, clásica, cientos de veces. Pinta corridas de toros, bacanales, faunos, cabras… ¿Hay algo mas alegre que una cabra?

Picasso muere en 1973 con 91 años días después de exponer doscientas obras recientes en el Palacio de los Papas de Aviñón. En una de ellas, una luz blanca ilumina a un niño que sonríe y sujeta con los dedos un pincel. Se titula El joven pintor y es un autorretrato.

Demócrito, “el más sutil de los ancianos”, tuvo también una larga vida. Amó la libertad, consideró que la risa tornaba al hombre en sabio y que la felicidad llegaba a través de la alegría del pensamiento. Para él el alma eran pequeños átomos ligeros, esféricos, en continuo movimiento como motas de polvo en un rayo de sol.

Eleonora Viezzer, investigadora en el departamento de Física Atómica, Molecular y Nuclear de la Universidad de Sevilla y fundadora, junto con Manuel García Muñoz, del grupo Ciencias de Plasma y Tecnologías de Fusión asegura en una entrevista al periódico El País, el 21 de mayo del año 2022, que estamos cerca de reproducir en la Tierra de forma segura y barata la misma fuente de energía que alimenta al sol y a las estrellas, la fusión nuclear, y augura sin despeinarse que con los conocimientos que ya tenemos, empeño y la financiación adecuada “con un vaso de agua se abastecerá de energía a una familia durante 80 años”.

Así será.

Seamos felices.

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