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De la ciencia, la vida y el más allá

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Miguel Ángel Sánchez de Armas

Juego de Ojos

¿Una pequeña cosa es una cosa pequeña? No piense el lector que
amanecí anfibológico. Creo que la pregunta tiene sentido en este mundo nuestro
de las grandes hazañas y los aún mayores avances tecnológicos.
Ejemplos sobran y no necesito recurrir a demasiados para dar sentido a mi
pregunta. Desde un acorazado a mil quinientos kilómetros en el Índico o el
Mediterráneo, la gran armada en la que ondea Old Glory pudo colocar una bomba
inteligente justo en el centro del búnker donde se ocultaban los cabecillas del eje
del mal y además transmitir en vivo la hazaña al mundo, pero fue incapaz de
salvar la vida a un puñado de ancianos en un asilo de Nueva Orleáns durante un
huracán.
Nos dejamos deslumbrar con demasiada facilidad por “lo grande” y por “lo
portentoso” e ignoramos las pequeñas cosas que son las verdaderas maravillas de
la vida.
Pensemos en nuestro cuerpo. Lo llevamos por la vida como un estuche
necesario pero estorboso. Lo saturamos de toxinas y grasas que toman por asalto
el hígado, las arterias y el corazón. Inyectamos gas venenoso a presión en los
pulmones. Lo asfixiamos con la ropa de moda. Los elegantísimos tacones altos
que tan bien modelan el derrière son tortura china para la columna vertebral. La
corbata de alegres colores que aprisiona el cuello y anuncia el status que
ocupamos en la sociedad, frena el flujo de sangre al cerebro.
Echemos un vistazo a nuestro alrededor y descubriremos pequeñas y
maravillosas entidades. Una hormiga es capaz de transportar objetos cientos de
veces más pesada que ella: si fuese del tamaño de un perro sería más poderosa
que el más potente de los bulldozers. Una mariposa monarca viaja miles y miles
de kilómetros y regresa al árbol en que nació con mayor precisión que un rayo
láser. El murciélago se guía en la oscuridad con un sonar que ya quisieran en la
NASA para un día de fiesta. Pocos tejidos más resistentes que la membrana del jitomate. Si nuestra piel tuviese proporcionalmente la misma fuerza, el filoso
cuchillo de un asaltante nos haría los mandados.
De la estrella más cercana a la tierra, Proxima Centauri, sabemos casi todo:
que está a 4.3 años luz, que tiene una magnitud aparente de -0.3, que integra un
sistema de tres cuerpos en donde dos giran uno alrededor del otro en un periodo
de 80 años y el tercero en aproximadamente un millón de años… ¡Fantástico! Pero
acá abajo, en el planeta de las pequeñas cosas, ¿realmente conocemos y
comprendemos cómo funciona la clorofila, el insignificante pigmento verde que
engalana nuestros paisajes?
Sí, claro. Sabemos que está compuesto por grandes moléculas de carbono
e hidrógeno y que en su núcleo tiene un único átomo de magnesio. O sea, que lo
conocemos tan bien como a Proxima Centauri. Con la salvedad de que a
diferencia de aquélla, la clorofila posee la modesta habilidad de transformar la
energía luminosa del sol en energía química, lo cual permite la vida vegetal, lo que
a su vez sustenta la vida animal, la que por su parte posibilita que en la llamada
tierra habite una especie que tiene conciencia de sí misma y se autoproclama
humana … lo que hace permite que yo escriba esta columna unos minutos antes
del cierre. Apenas una pequeña cosa.
Creo que fue en una película de ciencia ficción (o quizá en un poema)
donde se dijo que somos “polvo de estrellas”. Suena bien, pero además es cierto.
El puñado de sales y minerales a que se puede reducir nuestro cuerpo valdría en
el mercado algo así como $23.50 y no hay ninguno que no pueda encontrarse
disperso en el universo conocido. Y qué decir de nuestro ADN o de nuestras
moléculas. El primero lo heredamos de una musaraña de poco menos de diez
centímetros que vivió hace 210 millones de años (morganucodon oehli). Y las
segundas… es posible que una de las que anduvieron por el dedo gordo del pie
izquierdo de Nerón esté ahora alojada en la periferia de mi ombligo o en otra zona
más interesante, o muy probablemente en el cerebro de un político de esos que
todavía vemos tocar el arpa ante los desastres. Quiero decir que una vez que pasamos a mejor vida (o peor, nadie sabe), nuestras moléculas se desparraman y
se integran a otros seres o a otras cosas.
Es asombroso que esta humanidad nuestra haya logrado la hazaña de
poner hombres en la luna y lanzar máquinas inteligentes a las profundidades del
espacio mientras permanece con una ignorancia supina respecto de nuestro
propio planeta. Casi con la mano en la cintura se pusieron en órbita los telescopios
Hubble y Webb para fisgonear en las galaxias más distantes, pero hasta hace
unas cuantas décadas los geólogos debatían y se mordisqueaban entre sí por
diferencias sobre la edad de nuestro planeta. Y no deja de ser una paradoja que
mientras nuestro establisment científico-tecnológico pudo pegarle con una sonda
espacial a un cometa a un millón de kilómetros, no haya logrado meter del todo en
cintura a los agentes microscópicos que causan el Covid.
Por fortuna a lo largo de la historia notables hombres y mujeres han
dedicado la vida a explicarse y explicarnos los misterios de nuestro entorno. Por
ejemplo Albert Einstein, el más notable hombre de ciencia del siglo XX, el que de
alguna manera le corrigió la cartilla a Newton, quien con sólo la fuerza de su
mente, sin las supercomputadoras y los batallones de asistentes que hoy están a
disposición de los investigadores en las universidades, pudo penetrar los enigmas
del universo y explicarlos en un lenguaje llano e incluso encantador.
A los 26 años produjo un documento de tres cuartillas y tres pasos titulado
¿La inercia de un cuerpo depende de su contenido de energía? que es el
antecedente de la fórmula matemática más conocida en el mundo: E=mc 2 que si
hoy se presentara al Conacyt (creo que recién le inventaron una hache, pero ésta
de todos modos es muda) para un apoyo de investigación, muy probablemente
sería rechazado por carecer de marco teórico, bibliografía y formato APA, además
de despedir un fuerte tufo neoliberal, de tal suerte que don Alberto no podría estar
en el Sistema Nacional de Investigadores … o lo que queda de ese antes
prestigiado programa.
En el Laboratorio de Inteligencia Artificial del Instituto Tecnológico de
Massachusetts, EUA, se perfecciona lo que se ha descrito como un “robot humano, con capacidades similares a las de una persona”. Esta máquina posee
un “cerebro” integrado por 239 procesadores y puede “ver” gracias a cuatro
cámaras de vídeo digital y distingue las facciones de sus creadores; mueve tronco,
cabeza y brazos con la precisión de un humano (no tiene piernas aún) y, gracias a
su complejidad, es capaz de “aprender” de su medio ambiente. Se llama Cog.
Según los tecnólogos, los descendientes de este robot podrán estar a cargo de
tareas peligrosas para el hombre, como apagar fuegos o pilotear naves espaciales
en misiones a otros mundos. Y, digo yo, podrían también operar las máquinas de
muerte que en las guerras futuras emprendan las potencias, hasta que un día una
de esas máquinas cobre conciencia de sí misma y decida que los humanos son
demasiado estúpidos como para tenerlos alrededor.
Una de las intensas polémicas teológicas, además de la que se propone
determinar cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler, tiene que ver con el
castigo a quienes violentan los preceptos, tuercen las reglas o, como decimos por
acá, se pasan por el arco del triunfo los mandamientos.
Este no es un asunto menor. A riesgo de simplificarlo, consiste en que en
un universo regido por un Dios infinitamente misericordioso, quienes reciben
dones materiales y espirituales debieran ser los “buenos” o “virtuosos”, en tanto
que las enfermedades y las desgracias caerían sobre los “malos”, o “pecadores”.
El problema consiste en la frecuencia con que vemos lo contrario: personas
limpias, bondadosas y justas van a la bancarrota, pierden a su familia y padecen
cáncer de hígado, mientras que un Pinochet muere en cama rodeado de sus seres
queridos y con abultadas cuentas bancarias.
Para salvar este dilema sin poner en entredicho la sabiduría divina, surgió la
doctrina del castigo diferido. Es decir, don Augusto, como tantos tiranos conocidos
y por conocerse, pudo haber expirado tranquilo y rico, pero las almas de quienes
su régimen masacró lo esperarían a bordo de la Barca de Caronte para
acompañarlo y depositarlo en la rosticería eterna, y quizá colaborar en los
escarmientos reservados a los genocidas y a los tiranos …

Bueno, es evidente que el comienzo del semestre académico me ha deshidratado el cacumen, así que pongo punto final a estas disquisiciones.

18 de febrero de 2024

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