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El oficio más perseguido en México

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José Luis Camacho L. /Especial para la agencia Al Momento Noticias

Ciudad de México, 28 de junio (Al Momento).- La desaparición y asesinatos de periodistas se han convertido en un hecho común en el país. Un deleznable deporte. No hay autoridad que le inquiete realmente ni tampoco una sociedad que le preocupe, tampoco que haya conmovido al gremio periodístico en general,  que a partir de la alternancia en el poder México ocupa el primer lugar de periodistas asesinatos y desaparecidos en el continente americano.

 

En diez años México se ha convertido en el país más peligroso del continente para los periodistas: 86 de ellos han sido asesinados y otros 18 se encuentran desaparecidos, documenta Reporteros sin Frontera. Es una cifra atroz que desnuda la barbarie que ocurre en el país con los periodistas mexicanos.

A esta situación de terror se agrega que un buen número de periodistas han tenido que salir del país a un incierto exilio.

Los casos más recientes de esta situación de horror, son los del fotógrafo del periódico Vanguardia,  Daniel Alejandro Martínez Bazaldúa, cuyo cuerpo fue encontrado desmembrado, y la desaparición  del periodista radiofónico, Gerardo Blanquet, del grupo Radio Grande. Ambos casos ocurridos entre abril y mayo  en Coahuila.

Los motivos de esos asesinatos y desapariciones en México permanecen en el misterio. La creencia inmediata es que se tratan de hechos que ocurren por la actividad informativa o de opinión que desarrollaban,  que la autoridad regularmente atribuye a la delincuencia común o a hechos ajenos al ejercicio profesional del periodismo.

El caso es que en México el periodismo se ha convertido en el  oficio más perseguido y peligroso del país, paralelamente con el de los policías. Ambos oficios se encuentran en las fronteras de la impunidad y del olvido. En el caso de los periodistas concurren diversos factores, especialmente en provincia donde han ocurrido el mayor número de atentados contra quienes en distintos medios han ejercido sus tareas informativas o de opinión.

Supuestamente, en distintas encuestas entre diversos estratos sociales,  el periodismo y los periodistas gozan de un reconocimiento social, muy por encima de los políticos,  por denunciar y acotar los abusos del poder público. Sin embargo, en la realidad para la sociedad el asesinato o desaparición de periodistas no es un hecho que  la mueva a  manifestar una protesta pública.

La extendida movilización por el asesinato de Manuel Buendía ocurrida en mayo de 1984 no pasó del ámbito del medio periodístico; la presión obligó a una rápida investigación que culminó con la captura de un alto funcionario de la seguridad nacional y uno de sus esbirros que le sirvió de matón.  El crimen  de Buendía motivó una efímera unión y al final desunión de un gremio que ha estado en pugna desde el siglo XIX. Hoy apenas un simbólico y pequeño grupo de profesionales de la comunicación  recuerda a Buendía cada aniversario de su ejecución.

Buendía era el columnista más leído en el país y por ello el más temido por políticos y autoridades. La causa de su asesinato fue atribuida a las denuncias que haría sobre la  colusión  de militares y responsables de la inteligencia gubernamental con el narcotráfico. Pero la captura de sus autores no pasó del jefe de seguridad nacional y de su sicario. Ahí quedó toda la investigación.

La insana costumbre de premiar periodistas adictos y cortesanos del poder o de perseguir a los críticos viene desde el porfiriato. Cajistas, impresores, dueños de imprenta, periodistas y hasta voceadores de periódicos críticos eran objeto de persecución durante el régimen de Díaz; al contrario, los adictos y propagandistas de las acciones del gobierno porfirista, eran premiados.

Andrés Henestrosa, el periodista y escritor oaxaqueño, recordaba en uno de sus libros (periódicos y periodistas de Hispanoamérica) citando a un periodista de la época, que  en el porfiriato: “La cárcel o la muerte esperaban al hombre y la mujer que escribía la verdad sobre las condiciones que imperaban en México. Los periódicos que se atrevían a expresar aunque fuera una ligera protesta contra actos del gobierno, eran detenidos, sus imprentas destruidas, y sus editores y redactores arrojados a mazmorras horribles para que allí se pudrieran, cegaran o enloquecieran. Escritores radicales salían de sus casas para nunca volver, secuestrados o muertos a puñaladas en la oscuridad”.

Aparentemente en México existe hoy libertad de prensa. Supuestamente todos los periodistas gozan de ese caro derecho. En el porfiriato también se decía lo mismo, pero ¿cuál es la diferencia con ese régimen con tan brutal  número de periodistas asesinados o desaparecidos hoy en el siglo XXI? Las autoridades se van con el fácil expediente de que son víctimas de represalias del crimen  organizado e inducen deliberadamente la especie de que los muertos o muertas de nuestro gremio estaban asociados de alguna forma a narcotraficantes, o recurren al rápido expediente de colocarlos como parte de las estadísticas de hechos de la delincuencia común.

No dudo que ocurra, los periodistas o periodistas están tan expuestos, como cualquier otro ciudadano o ciudadana, a ser víctima de la delincuencia común como ocurrió con dos periodistas que ya no ejercían su labor como tal y realizaban tareas ajenas al periodismo. No pocos colegas se fueron con la finta. El ahora jefe de Gobierno del Distrito Federal, Miguel Ángel Mancera, cuando era procurador,  se encargó de desmontar una falsa campaña de atentado contra la libertad de prensa. Ambas periodistas fueron víctimas con saña por  el  robo de una cuantiosa cantidad.

A lo largo de la historia el periodismo en México ha oscilado entre un ejercicio de la libertad de prensa a modo, de fines mercantiles  o al servicio de causas políticas, partidarias  o luchas de poder,  o simplemente como se les llama “correos del poder”, y de una libertad ejercida sin ataduras y sin vínculos de servilismo a fuerzas o grupos de poder político.

La historia de México tiene numerosos ejemplos de un periodismo sucio, aliado a causas inconfesables, y de un periodismo que sirvió a causas de la nación y de la sociedad mexicana.

Francisco I. Madero fue acosado por un prensa que lo fustigaba por encargo, José Vasconcelos ofendido por preferir ofrecer  a los reporteros buenas noticias en lugar de dádivas, Cárdenas enfrentó una rabiosa campaña de una prensa local y extranjera que estaba al servicio de las compañías petroleras nacionalizadas.

Los políticos mexicanos se jactan de tener en “la bolsa” a un número indeterminado de columnistas, de comprar espacios y simularlos de  entrevistas,  como El Padrino de Mario Puzo que filmó Francis Coppola. Su personaje central tenía en su diestra a jueces y policías estadunidenses.

El gremio periodístico mexicano, hasta hoy en día,  ha estado dividido históricamente, entre quienes confunden el oficio como una labor de complicidad y rentabilidad con el poder público o privado,  y quienes optan por defender genuinas causas del interés público. Pero hoy exactamente no sabemos quienes están de un lado y quienes de otro en el gremio periodístico;  saber de quienes pueden identificarse con la figura y principios de Francisco Zarco, a quien  algunos han hecho su modus vivendi y alaban haciendo negocios con una prensa  disfrazada de causas sociales.

Desde el siglo XIX Francisco Zarco, un político y periodista que vivió en la congruencia de sus palabras y sus escritos, es el estandarte común y el paladín de los periodistas que convirtió el oficio en baluarte de las libertades públicas. Zarco defendía las causas en las que creía tanto en la tribuna como en sus artículos.

Cuando es hoy  común que entre periodistas y políticos el trato es de tuteo o de franca aversión o fobia, no sabemos con precisión los trasfondos de las relaciones entre la prensa y el poder.

El periodismo mexicano es tan opaco como cualquier instancia del poder público en México sea federal, estatal o municipal. Ignoramos sus verdaderos tratos con cualquier tipo de poder, sea cual fuere.

 

Por ello tampoco sabemos  las causas reales de los asesinatos o desapariciones de periodistas. La única noticia que recibimos es que los mataron o desaparecieron,  pero ignoramos el por qué y, sobre todo, las características de sus trayectorias periodísticas, de sus modos y formas  de vida social, política y, especialmente,   económica.

Un déspota poblano inventado como gobernador, encargado de juzgar al entonces senador  Jorge Días Serrano en los ochenta, se jactaba de que a los periodistas había que darles trato del  digno oficio de boleros, llamarlos cuando requería darle lustre a sus zapatos; otro que fue gobernador en Hidalgo, hoy alto funcionario,  presumía que todos los periodistas locales que a la vez eran corresponsales de medios de la ciudad de México, eran sus empleados en diversas dependencias.

En el México contemporáneo, desde el asesinato de Buendía,  cualquier periodista que se atreva a traspasar los límites de las relaciones a modo entre el poder y la prensa pone en riesgo su vida, sobre todo cuando se trata de investigar e ir más allá de la simulación con la cual las autoridades de distinto nivel encubren las anormalidades y abusos  de la función pública que tienen en encomienda.

Hay varios casos recientes de periodistas acosados: Roberto Vizcaino, Jorge Carrasco, Ricardo Alemán y Anabel Hernández. De ellos estamos ciertos que son perseguidos y amenazados por sus ideas y escritos, pero en el caso de muchos otros que lamentablemente han sido asesinados o desaparecidos en el interior del país, ignoramos la realidad y el fondo de los atentados de que han sido víctimas. Las propias empresas para las que laboraban, con alguna excepción,   se han encargado de silenciar y opacar aún más sus tragedias y la de sus familias; y con ello contribuir más a su olvido.

 

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