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Los hornos de EP(inochet)N

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Ágora Política

Jesús Yáñez Orozco 

A riesgo de agudizar la desesperanza nacional, dudo que se sepa si los 43 normalistas de Ayotzinapa fueron incinerados o no en el horno –o los hornos– del 27 Batallón de Infantería en Iguala, Guerrero, luego de aquél infausto 26 de septiembre de 2014 que pasará a la historia como una herida abierta que ni el tiempo cicatrizará.

 

Como muchas otras que supuran aún.

Hace tiempo que comenzó a cubrirlos el velo de la impunidad.

Para ello, el gobierno recurrirá a la estratagema de siempre: crearán chivos expiatorios.

Y, conforme pasa el tiempo, se hace cada vez más viral, en casi todo el país, las protestas en contra del heroico Ejército Mexicano por su presunta responsabilidad en la desaparición, directa o indirecta, de los 43 estudiantes normalistas. Y crea más duda la renuencia de las Fuerzas Armadas a coadyuvar en el esclarecimiento del caso, que en dar certidumbre de que ninguna responsabilidad tiene en este presunto delito.

Hace unas horas en redes sociales circuló la versión de uno de los padres de los normalistas desaparecidos, quien dice poseer su celular. En su chip se encuentra el registro del geo-localizador, GPS, donde el último registro es el 27 Batallón de Infantería.  

Porque en este escenario, lo único a que apuesta el Presidente de la República es a la dilación: que el tiempo, mortaja irredenta, diluya el dolor que duele y acabe sepultado por el tiempo, las horas, los minutos, los días, los meses, el tedio, la desesperanza.  

La impunidad, pues, hermana de la corrupción. Y ninguna es producto de generación espontánea. Se alimentan de la mano del poder.

Por la información a la mano, es claro que se pretende dar “carpetazo” al asunto.

El pasado 14 de enero la PGR reconoció que, aunque faltan los resultados de los peritajes a 16 restos humanos que se efectúan en la Universidad de Innsbruk, Austria, en la averiguación previa iniciada por la desaparición de los 43 alumnos de Ayotzinapa, “se agotaron” las líneas de investigación.

En días pasados, para taparle el ojo al macho, el secretario de Gobernación, Miguel Angel Osorio Chong, anunció que La Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) invitará a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) a recorrer las instalaciones del cuartel militar de Iguala, Guerrero.

Al tiempo que rechazó la participación de los militares en el ataque contra los jóvenes normalistas desaparecidos.

“Hay interés de generar desconocimiento o de involucrar a nuestro Ejército y a nuestras fuerzas federales en los hechos de Iguala. El gobierno de la República rechaza categóricamente los señalamientos que sin sustento se han hecho a nuestras fuerzas armadas”, señaló.

Aunque no precisó de quién o quiénes es ese “interés”. Y “sustento” sobra. Falta voluntad política.

Y a siete días de que se cumplan cuatro meses de la desaparición de los jóvenes dudo, insisto, que los militares sean tan silvestres como para haber dejado huellas.

Son el equivalente al “pozolero” –aquel oscuro personaje que diluía cuerpos en ácido dentro de tambor de metal– vestidos de verde olivo.

Porque, pese a lo que digan los políticos, más que la delincuencia organizada, narcos en particular, el enemigo público Número Uno del pueblo parece ser el heroico Ejército Mexicano, luego de la masacre de Tlatelolco en 1968,  el halconazo de 1971 –con grupos paramilitares– y que detonó a partir de los años 70s en su lucha contra la guerrilla urbana, en particular la Liga 23 de septiembre, hasta los asesinatos extrajudiciales de 22 presuntos delincuentes en Tlatlaya, Estado de México, en junio pasado, y la desaparición de los 43 estudiantes.

Amén de San Mateo Atenco, Aguas Blancas y Acteal.

Y en ese afán importa no dejar huella, insisto.

Si existen 25 mil desaparecidos, de 2006 a la fecha, de acuerdo con datos oficiales, sin que haya un solo responsable preso, ¿cuántos de ellos fueron incinerados en los hornos del Ejército Mexicano en todo del territorio nacional?

Y más allá:

¿Cuántos más, desde aquellos aciagos años de la décadas de 1970, 1980 y 1990 desaparecieron en instalaciones castrenses y si fueron sepultados en sus terrenos, o incinerados en los hornos  crematorios?

O, práctica común: sus cuerpos lanzados al mar dentro de tambos metálicos.

Silencio y disciplina dos medallas que debe llegar orgullo en el pecho cualquier militar. Porque un superior en la jerarquía castrense siempre tiene la razón. Aunque esté equivocado.

Porque en sentido estricto, y a riesgo de descubrir el agua tibia, el heroico Ejercito Mexicano –cuyo comandante supremo es el Presidente en turno, Enrique Peña en este caso, y cuya administración ya tiene registrada la macabra cifra de 42 mil asesinatos– defiende los intereses de las empresas trasnacionales, estadounidenses en particular, en territorio nacional, así como de los políticos mexicanos y los traidores a la patria, llamados eufemísticamente poderes fácticos y, aunque parezca una aberración, los carteles de la droga.

Pues no se entiende, o no comprendo más bien, su crecimiento exponencial –ya hay cerca de un centenar grupos de narcotraficantes en todo el país– si no ha sido a la sombra del Ejército y del poder político, encabezado por el PRI-Gobierno.

Narco-Estado, se le llama pomposamente. 

Jorge Luis Sierra, periodista especializado en seguridad nacional así define los poderes fácticos:

El poder omnímodo del “señor Presidente” se apoyaba en una serie de sectores, de grupos y personajes, como los gobernadores, los militares, la cúpula empresarial y financiera, el grupo que controlaba el corporativismo obrero, la dirigencia del PRI, los personeros del capital extranjero y la alta jerarquía católica.

Pero, puntualiza, de ese apoyo, los “grupos de poder” derivaban privilegios, pues al cumplir funciones de “correas de transmisión”, actuaban en doble sentido: de “ida y vuelta”.

Llamaron mi atención en este contexto trabajos publicados en el diario La Jornada, sin firma del reportero, bajo el rubro “especial”, por la delicadeza del tema. Cuando es así los editores suelen proteger la identidad del periodista para evitar posibles represalias físicas o sicológicas de parte del poder.

El primero, fechado el cuatro de enero pasado, comienza, así: 

La nueva hipótesis científica en que trabajan los investigadores Jorge Antonio Montemayor Aldrete, del Instituto de Física de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y Pablo Ugalde Vélez, de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), plantel Azcapotzalco, se centra en los crematorios del Ejército y en privados, donde probablemente habrían sido llevados los 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, añade el diario.

Ambos investigadores desmontaron el pasado 10 de diciembre la versión del célebre “ya me cansé”, titular de la PGR, que afirmaba que los normalistas fueron incinerados en un basurero del municipio de Cocula, Guerrero.

Argumentaron que científicamente era imposible.

Sigue el periódico:

Ahora, con nuevas evidencias, la línea indagatoria se dirige al Ejército, por su presunta implicación en la desaparición forzada de los normalistas: La hipótesis es bastante probable porque los estudiantes pueden haber sido incinerados en crematorios modernos del Ejército o de empresas privadas, con instalaciones suficientemente grandes y con morgue (depósito de cadáveres), dice en entrevista el doctor Jorge Antonio Montemayor Aldrete.

Los investigadores han empezado a buscar información sobre la actividad de los crematorios militares, no sólo por medio de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), sino por dos vías más: la fiscal y la empresarial.

“El que nada debe, nada teme. Si el Ejército se comporta dentro del marco constitucional, ¿cuál es el problema para que nos permita revisar la bitácora de uso de sus crematorios y los recibos correspondientes de consumo de gas del año reciente para observar de forma transparente si hubo un incremento en el gasto?, interroga Montemayor Aldrete.

En caso de que el Ejército se niegue a proporcionar la información, lo cual es previsible debido a la falta de transparencia que caracteriza a esa institución castrense, se buscará otra forma.

Aunque el Ejército no ofrezca los datos, se le pide a las compañías que entregan gas regularmente a los campos militares para ver si registró un aumento fuerte entre el 26 y 28 de septiembre o fechas cercanas.

Por el lado fiscal, la empresa que vende gas tiene obligación de decir a quién, cuándo y qué cantidad vendió y obligación por cinco años de retener esa información para Hacienda.

El otro trabajo periodístico publicado en La Jornada que llamó mi atención tiene fecha del 11 de enero.

Dice:

De acuerdo con la guía para el trámite de beneficios de la ley del Instituto de Seguridad Social para las Fuerzas Armadas Mexicanas (Issfam), el Ejército sí cuenta con crematorios.

El pasado 7 de febrero, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) envió una carta a El Correo Ilustrado de La Jornada, por conducto de su director general de Comunicación Social, el general brigadier Martín Terrones Calvario, para precisar que ninguna instalación militar del país cuenta con crematorios, según señalaron los investigadores Jorge Antonio Montemayor Aldrete y Pablo Ugalde Vélez, sobre su hipótesis de que los 43 normalistas de Ayotzinapa pudieron haber sido incinerados en instalaciones militares.

Sin embargo, la propia información proporcionada por la Sedena en sus páginas de Internet señala lo contrario, y ofrece servicios de incineración a sus empleados.http://www.henm8893.com/armada/prestaciones/guia_prestaciones.pdf.

Además, existe un convenio entre el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (Issste) e Issfam, para ofrecer sus servicios funerarios a los miembros de las Fuerzas Armadas Mexicanas en activo o retiro, pensionistas y derechohabientes en el territorio nacional.

La información relativa a los servicios funerarios, incluidos sus crematorios está enhttp://www.todopormexico.org/t13783-convenio-issste-e-issfam.

El Departamento de Servicios Funerarios del Issfam señala en la página 27 de su guía de trámites que tienen los servicios de incineración:

En el Cementerio Militar de Tlalpan, DF, y velatorio de Puebla: orientación y gestión de trámites, servicio de velación, cremación, únicamente en Puebla, traslado de cuerpo y transporte de dolientes, así como venta de gavetas y nichos, con la cuota mínima por concepto de mantenimiento…

Por su parte, el general José Francisco Gallardo Rodríguez afirma, en entrevista con el mismo periódico, que conoce perfectamente las instalaciones militares y puede afirmar de manera categórica que el Ejército “sí” tiene crematorios.

“Yo vi uno a espaldas de la cocina de la prisión del Campo Militar Número Uno –en los límites entre el Distrito Federal y Naucalpan, Estado de México. La chimenea del horno crematorio está simulada con otra de la cocina”.

El general Gallardo fue preso político durante nueve años, de 1993 al 7 de febrero de 2002, por exigir la creación de un ombudsman militar: “En una ocasión me recargué en la pared y se sumió, le quité el tapiz y allí estaban los hornos crematorios, como los que se ven en Auschwitz”, dice en relación con el campo de extermino construido por el régimen nazi.

Añade: “Yo lo vi, lo toqué, metí la mano en el horno, de hecho eran dos. El Ejército no puede decir que no tiene hornos crematorios, claro que los tiene. Varios. Yo voy y les digo dónde. Como de que no. Dudo que lo hayan quitado. De hecho, hice un informe dirigido al director pidiendo que se destruyeran los crematorios, porque a mí a cada rato me amenazaban con eso.

“El director me confesó que desconocía que existieran. A veces ni el alto mando sabe, pero allí están”.

El general Gallardo muestra un documento donde dice que esa prisión del Campo Militar Número Uno se creó para encarcelar a la disidencia: “Ese documento me lo encontré en la biblioteca de la prisión, donde me mandaban castigado. ¡Hágame el favor! De hecho se sabía que en ese crematorio incineraron a personas de la matanza estudiantil del 68”.

El horror de los hornos del PRI-Gobierno.

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@kalimanyez

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