Columnaria
Juan Chávez
Como si tuviera el don de ser dos personas en una, el presidente Peña Nieto lanzó:
“Rechazo la legalización de la mariguana, pero estoy abierto al debate”.
Por Adela podría adelantarse que el tal debate, convertido en el refugio de quienes tiemblan ante la posibilidad de despenalizar el consumo del cannabis, nacerá muerto.
En otros tiempos, lo dicho públicamente por el mandatario, equivalía a “mandar línea” que se cumplía necesariamente.
Eran los tiempos del predominio del PRI. Los tiempos idos de ¿qué horas son? Las que usted ordene, señor Presidente.
Pero parece que tal predominio está de vuelta. Que la dictadura priista, con el pandero en la mano, ha regresado.
¿De qué otra forma podría interpretarse el dicho del Presidente?
Es algo así, me comentó alguien en un parangón a la anunciada visita del Papa, como “me confieso, pero no comulgo”.
El quid es que el jefe del PAN, Ricardo Anaya, le mando una recta con jiribilla al mandatario:
“No queremos posturas del gobierno; demandamos información” para no ir a ciegas al tan llevado y traído debate, luego de que la Corte concediera un amparo para que cuatro personas surtieran su auto consumo de la yerba, desde su siembra, su tratamiento hasta echarse buenos carrujos.
Esos amparados por la justicia federal, que integran una asociación, no son propiamente fumadores de mariguana, pero lograron algo que es indiscutible: la libertad, el máximo valor de todos los valores, para hacerlo.
Por eso también es incongruente el Presidente. Pero sobran ya las palabras y actos en que ha procedido atrabancadamente, y sin medir las secuelas.
Él puede pensar de una manera y actuar de otra, aquella que le imponga la mayoría ciudadana que tiene sus propios órganos de expresión y que es la institucionalidad a la que acudió también como un acto bíblico: lavarse las manos.
Hacer público lo que piensa de lo que es el meollo del debate, es reírse de éste y acusar un se los dije desde el principio.
No se puede tener el don de la ubicuidad. ElDios de la antigüedadsegún las sagradas escrituras la presumió, hasta que el emperador Constantino en 325 le enmendó la plana en el Concilio de Nicea.