Libros de ayer y hoy
Teresa Gil
Ahora resulta que ya no podremos usar el claxon para mentarle la madre a todos los maloras que se nos atraviesan en el camino y para los cuales el sonido repetido tan clásico era un recordatorio edípico. Tampoco escucharemos al Beethoven seccionado con su Novena, ni los famosos acordes de un clásico, que Manzanero ha ampliado en sus canciones. El nuevo reglamento de tránsito lo prohíbe. La censura nos signó tiempo ha, para no criticar a la madre, a la Virgen de Guadalupe y a la mujer del gobernante en turno. La patria, tan vilipendiada, no entra en esa lista. Se decía allá en los setenta del siglo pasado, que el tiempo más breve es el que tarda el automovilista que está detrás de nosotros, en tocar el claxon cuando cambia el semáforo. Ni eso podrá darse ahora. Las amenazas de multas y de prisión tienen a la ciudad maniatada. El verdadero golpe relacionado con el salario mínimo no fueron esos casi tres pesotes que le subieron, sino la desindexación de su rémora, para fijar a gusto y a sus anchas, las multas que se quieran. No hay límite ya para seguir exprimiendo al ciudadano. Y ahora viene una reforma hecha ad hoc para apropiarse de nuevo de una ciudad que por años ha sido -con todos sus bemoles-, un escape ante las secuencias imperativas y represivas que se estilan en muchas entidades. Volverá la ciudad de los éjeles viles, como se les decía a los ejes viales que terminaron de enriquecer a Hank. Y el recuerdo infame que yace en mi memoria: un hombre sacando a puntapiés a una india María que había puesto un templete con su humilde fruta, en el gobierno de Uruchurtu. Ese era el gobierno del PRI. Escribiremos la historia de la ciudad perdida que ha construido paso a paso Miguel Ángel Mancera, apoyado por el PRD. A menos que ocurra algo. En la crónica Homenaje a César Paladión, la primera de Las crónicas de Bustos Domecq, escritas por Jorge Luis Borges y Adolfo Boy Cásares, hay un personaje que ha escrito algunos de los libros más famosos del mundo y en su lista figuran desde El Sabueso de los Baskerville, La Cabaña del tío Tom, Fabiola, De los Apeninos a los Andes, entre otros y la muerte lo sorprendió cuando escribía El Evangelio según San Lucas. Los autores se van solazando en una hilación de ironías y sarcasmos– y de carcajadas mutuas me supongo- sobre Paladión el que tomaba los libros y “ les otorgaba su nombre”, sin quitar ni agregar una sola coma. Y “sin incurrir en la fácil vanidad de escribir una sola línea”. La historia termina cuando los diputados de la ciudad deciden hacer un gran homenaje editando la obra de ese hombre que ha concentrado sin escribir una letra, mucha de la historia de la humanidad. Burla y desprecio de Borges y Boy a la estulticia de los legisladores que fabrican leyes contra toda lógica o para hincar el diente. Como está sucediendo con el reglamento de tránsito y la reforma política del D.F.
