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El mito de los derechos humanos

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LA COSTUMBRE DEL PODER

  • De continuar procediendo así, San Juan de Ulúa está a la vuelta de la esquina; lo ocurrido a Daphne, escarnecida en videos viralizados, se convierte en la violación a un derecho más sagrado que todo derecho político: la preservación de la dignidad
 Gregorio Ortega Molina 26 Abr 2016 – 00:14 CET

 

colmnagregServirse del término populismo para adjetivar el uso político de los derechos humanos es ambiguo, porque en estricto sentido constituciones, leyes, normas jurídicas, credos religiosos e ideologías, nos refieren a la preservación de todos los derechos de las personas, a la manera de eludir los abusos de los poderes terrenales y religiosos.

     Sus “lobbies” son económicamente poderosos, están alineados con esas ideologías que perseveran e insisten en la globalización y las libertades que no confronten sus proyectos de control económico, social y político, ejercido desde los gobiernos surgidos del puritanismo anglosajón en sus dos vertientes: la británica y la del imperio que se escindió de la Corona Inglesa para fundar Estados Unidos de América.

     De ser estrictos y creer en lo que pregonan, predican e imponen con férrea legalidad creada a modo, toda política pública y cualquier pretensión religiosa afectan los derechos humanos, pero en el ámbito de las sanciones internacionales y el ventaneo universal a través de las redes sociales, excluyen todas aquellas afectaciones (a los mencionados derechos) más violentas y de más graves consecuencias que las que se manifiestan en los estragos de la violencia, la tortura, los abusos de poder.

     Para asentar las bases de una previsible actualización de lo que hoy nos perjudica, por qué no incluir en las violaciones a los derechos humanos la corrupción, la impunidad, la venta de juicios o los amañados por razones políticas, el boicot contra la libertad de expresión.

     Se permitimos que caiga una buena dosis de cinismo en los parámetros de lo que nos servimos para el análisis, y en la persistente vigencia del bien mayor, puede aducirse que la tortura, como la vista en ese video donde muestran a Elvira Santibáñez como una víctima más de los abusos físicos practicados por integrantes de las Fuerzas Armadas y las policías, es parte de la violencia legítima de la cual ha de servirse el Estado para confrontar a la delincuencia, al crimen.

     Pero ¿qué sucede cuando el Estado es a todas luces culpable y no informa? Mal y tarde nos enteramos del supuesto delito cometido por Elvira, pero nada sabemos de lo que hacía o supuestamente hizo “María”, la mujer cuyo paradero era necesario conocer a como dé lugar, sin importar, por lo menos, si se necesitó o no de torturar, de infligir dolor. ¿La encontraron? Al hacerlo, ¿la encarcelaron, la ejecutaron?

     De continuar procediendo así, San Juan de Ulúa está a la vuelta de la esquina, y lo que ocurrió a Daphne, escarnecida en videos viralizados, se convierte en la violación a un derecho más sagrado que todo derecho político: la preservación de la dignidad.

     Los civiles, con actitudes y políticas públicas, construyen su propio mito sobre los derechos humanos.

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