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TRAVESÍA 186/Anónimo

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Ignacio Solares

SERAFÍN VÁZQUEZ (PUEBLA). Nadie sabe el bien que tiene cuando al abrir los ojos sigue siendo el mismo, reflexiona Raúl Estrada, un periodista de treinta y tantos años, quien formaba con Martha un matrimonio sin hijos.

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En cambio, Rubén Rentería, empleado bancario de 36 años, vive con Lucía y es padre dos menores. Recuerda, en un diario que va escribiendo, que de niño una sirvienta le contó que si se miraba fijamente al espejo, iluminado por dos velas, podría ver sus siete rostros.

Nunca me atreví y ahora ya es demasiado tarde para ver más allá de este pobre rostro cansado, resignado a ser siempre el mismo, a encontrar consuelo momentáneo en llorar… para esta sensación de que ya nada tiene remedio…

Un día o mejor dicho, una noche, como en una pesadilla, Raúl despertará en otro cuerpo, en otra cama y con una mujer que no es su mujer. Y pronto descubrirá que ahora es padre de dos hijos.

Parece cosa de risa pero aquella noche desperté siendo otro.

Se dio así nomás, al abrir los ojos y comprobar que mi cuerpo no era mi cuerpo.

La vida de Rubén es monótona, triste, vacía, sin deseo pese a formar un matrimonio joven:

¿Puede haber mayor dolor que compartir el lecho con la mujer que se ama, y sin embargo ser incapaz del más mínimo deseo sexual?…

Y comprobar cómo en ella también se apaga el deseo, transformándose en su opuesto: en una apatía creciente, en un descuido de su persona…

Algo vendrá a mover su estática vida: la aparición de misteriosos anónimos en los escritorios del personal, cuyo mensaje -una sola palabra- CUIDADO, provocará desasosiego y  temor y hasta que dos empleados  se suiciden.

Para Rubén, el anónimo será como una señal de que tiene que poner fin a una vida así, como la suya, no por temor, sino por hartazgo.

Del periodista sabremos poco de su vida anterior, pero sí de la presente: Asistirá a su sepelio, conversará con su viuda, volverá a ver a su madre…

En Anónimo, Ignacio Solares (1945, Ciudad Juárez) cuenta la resurrección y transmigración de Raúl al cuerpo ”vacío” de Rubén, los dos ”escritores” y desconocidos entre sí.

Al narrarnos el hecho fantástico de despertar siendo otro físicamente, Solares también nos da la oportunidad de reflexionar sobre la vida a través de las vidas de Rubén y Raúl.

¿Qué haríamos si nos ocurriera algo así? Si pudiéramos analizar nuestra vida desde fuera, como en una pantalla, ¿Seríamos capaces de cambiar? Si tuviéramos una segunda oportunidad de vivir, aunque fuera en otro cuerpo, ¿la aprovecharíamos?

Rubén sufre una crisis nerviosa pasajera, dirá su amigo y médico Juan Ramón.

Preso en otro cuerpo, Raúl intentará convencer a Lucía de que él no es Rubén. Y a su madre y Martha también les dirá que él es Raúl, que todo es una pesadilla, que si lo dejaran dormir un rato en la recámara, volvería a despertar en su verdadero cuerpo.

Como Ulises, dirá decepcionado, regresé a Ítaca, pero no me reconocieron, y es que yo, ya no soy yo:

Saber que yo soy yo pero que a partir de ahora ya no sólo soy yo. Esto es: yo es yo y yo, no yo y el otro. El otro también es yo. No hay más otro porque yo soy ese otro.

Anónimo /fragmentos

Parece cosa de risa pero aquella noche desperté siendo otro.

Se dio así nomás, al abrir los ojos y comprobar que mi cuerpo no era mi cuerpo.

Calma, me dije, en un momento va a pasar.

Pero me senté en la cama y no reconocí una ventana sin cortinas, abierta a una noche despejada y silenciosa.

Me volví bruscamente y al encontrar a mi lado un rostro de mujer que no era el de mi mujer estuve a punto de soltar un grito que ahogué con el dorso de la mano.

Apoyé la espalda en la almohada y respire hondo.

De la mesita de noche (que no era mi mesita de noche) tomé el reloj de pulsera (que no era mi reloj de pulsera) y vi la hora: las doce con un minuto.

Eché un vistazo a la recámara. A pesar de que sólo distinguía las sombras de los muebles, esas sombras no me decían nada: ni el tocador, ni la cómoda, ni los cuadros religiosos de las paredes, ni la camisa blanca…

¿Puede haber mayor dolor que compartir el lecho con la mujer que se ama, y sin embargo ser incapaz del más mínimo deseo sexual?

Y así día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año.

Y comprobar cómo en ella también se apaga el deseo, transformándose en su opuesto: en una apatía creciente, en un descuido de su persona, en una falta de sensibilidad y de color en la piel.

Y comprender que ya es por demás luchar. Todo culminó la noche en que llegué a la casa y así, de entrada, le dije a Lucía:

-¡Estuve con una puta!

Angustiado, con una mano en la frente, como le diríamos al sacerdote un pecado que podría condenar nuestra alma si lo guardamos.

Sus ojos brillaron. Puso un dedo en los labios: los niños estaban cerca y podían oírme. ¿Por qué mi necesidad de llegar a contárselo así, de entrada, y en voz alta? Reacción absolutamente anormal.

Los placeres personales, ocultos, son, en toda pareja, parte fundamental de su armonía. Yo en cambio sembraba el desconsuelo y la desesperación en la casa con mi absurda sinceridad.

Comprendí mi melancolía por la otra piel, con la que aprendí a descubrir la vida. Y pensé: nadie sabe el bien que tiene cuando al abrir los ojos sigue siendo él mismo.

Tenía que buscarme.

Recordaba mi nombre, el de mi mujer, mi número de teléfono, la dirección de mi verdadera casa.

Lo primero era salir de ese sitio opresivo en donde empezó la pesadilla. Me puse de pie de un brinco, reconfortado por la decisión. Lo peor eran las lucubraciones. Nada como ir tras de alguien para vencer la angustia.

En los bolsillos del pantalón y del saco que estaban sobre la silla encontré dinero, cigarros, un manojo de llaves…  y una licencia de manejar. Supe que  el otro se llamaba Rubén Rentería, tenía treinta y ocho años…

El tío Rodrigo, mi primo Roberto y cuatro empleados de la funeraria llevaban mi ataúd en las angarillas. Atrás iban mi mujer, mi madre y el tío Eustaquio, el único hermano de mi padre que aún vivía, tomados del brazo. Sólo les veía las espaldas. Me integré al cortejo en el que iban otros parientes, amigos y dos compañeros del periódico. Total, podía pasar por un amigo del muerto… Los compañeros del periódico cuchicheaban y con discreción me acerqué a escuchar.

-Quién iba a decirlo, pobre.

-Tan joven. Buen periodista, hasta eso.

–No tiene uno asegurado el minuto siguiente.

–Y ya ves, ahora que lo habían ascendido de puesto.

-Y con una mujer tan linda.

-Tenía muy mal carácter. Eso lo mató.

-Dicen que fue el corazón.

–El corazón depende de nuestros estados emocionales. Y él por todo hacía un entripado.

¿Qué tenía yo que hacer allí, en esa casa de muebles severos, con sillones de cuero, cortinas pesadas, candelabros y cuadros religiosos por todas partes, y justo en el papel de padre a la hora de la comida?

¿Mi destino? ¿Mi obligación?

Los niños deben de haber sentido que besaban una estatua. Me dijeron “hola papá”, como si nada. Con lo que siempre quise tener un hijo, a buena hora venía alguien a llamarme papá. Fingí una sonrisa, o traté de fingir una sonrisa, les acaricié el pelo y rehuí sus ojos…

Yo perdí un cuerpo y la familia un padre. Algo parecido a la compasión nació en mí. Estábamos allí -sentados los cuatro a la mesa- más solos de lo que nunca imaginamos, porque los supuestos lazos que nos unían eran simulados: ellos llamaban padre y esposo a una sombra y esa sombra “jugaba” a continuar a su lado para “averiguar”.

Mi madre terminó su taza de café y se puso de pie.

–Quizás, ahora lo mejor sería que se marchara usted. Quisiéramos descansar. . .

Lo dijo con un tono despectivo. Su figura oscura parecía agrandarse en la penumbra del comedor, como si yo volviera a ser niño.

Me solté llorando y escondí la cara entre las manos.

–No me corran. No sabría a dónde ir.

-Señor, comprenda nuestra situación -dijo mi mujer.

–Y ustedes comprendan la mía, por favor –contesté poniéndome de pie, mostrándoles abiertamente mis lágrimas.

¿No se dan cuenta? Por Dios, ¿cómo es posible que no se den cuenta? ¡Yo soy el otro, el muerto! Habito este cuerpo porque estaba vacío. Quizás el propio cuerpo atrajo mi alma, pero en realidad yo soy el que vivía aquí, su hijo y su marido. ¿Pueden entenderlo?

Me miraban aterradas, echando la cabeza hacia atrás –la de mi mujer casi se apoyaba en el respaldo de la silla.

-Sólo los muebles me han reconocido…

Sentí que las últimas fuerzas se me iban del cuerpo.

-Ahora -les dije pausadamente, con una voz que se me quedaba en la garganta sólo les pido que me permitan subir a recostarme un rato en mi cama. Desde que desperté siendo otro nada he anhelado tanto como regresar a mi cama, aunque sólo sea un momento.

 

Anónimo

Ignacio Solares

SEP-Conafe

Lecturas Mexicanas, Segunda Serie

México, 1986

www.entresemana.mx

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