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Mito, la revolución mexicana

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Moisés EDWIN BARREDA

Hoy, 19 de febrero, “día del ejército”, estamos cerca del 104 aniversario del asesinato de Francisco Ignacio Madero. Qué mejor ocasión para decir que la “paz” que vivía México hasta que Washington nos impuso la “guerra” calderoniana y continúa el vergonzante régimen actual de la pridictadura: criminal, sangrienta, costosa y totalmente inútil todavía y que no es más que terrorismo de Estado (Gianfranco Sanginetti), tuvo dos periodos:

 

El primero, desde los comienzos de la carrera reeleccionista de Porfirio Díaz, conocido como la paz porfiriana o de los sepulcros, producto del sometimiento del pueblo mediante la fuerza, tarea facilitada por la ignorancia y la resignación popular, ambas cosas que padece en nuestros días, mezcladas con resignación, conformismo y convicción de que “Más vale poco que nada” y “Más vale malo por conocido que bueno por conocer”.

El segundo fue de 1916 a 2006, año en que por la añeja fidelidad de los oligarcas a los intereses de Washington se desató la criminalidad, el terrorismo de Estado que impulsa la pridictadura y ahora tiene en su haber más de 200 mil compatriotas asesinados por las fuerzas armadas, miles privados de su querencia, es decir desplazados de su terruño, y más de 30 mil “desaparecidos”.

En rigor, esta ”paz” es centenaria merced a la manipulación que la pridictadura hace del conjunto que son simulación, demagogia, ignorancia, desempleo y empobrecimiento que ha sembrado para mantenerse en el poder. Eso, sin contar los fraudes electorales. No obstante lo cual insiste en ser reconocido como gobierno democrático.

Es dable decir que la paz porfiriana fue rota por una guerra intestina que tuvo cuatro etapas, o por cuatro revoluciones. La primera fue revolución socialista emprendida por Ricardo Flores Magón y un puñado de patriotas hartos de ver a los mexicanos como seguimos: hambrientos y sedientos de justicia, lo que fue reconocido incluso por Isidro Fabela, quien seguramente volvería a morir al ver cómo han prostituido al Grupo Atlacomulco, al que fundó para hacer política en un México en paz.

Desde las primeras proclamas (1902) de Ricardo Flores Magón en “El hijo del Ahuizote”, luego en “Regeneración” y finalmente en “Revolución”, el gobierno de William Howard Taft avizoró la inminente derrota de la dictadura porfirista por la revolución social que encendería Flores Magón con la yesca que ya eran el campesinado, sobre todo, y el proletariado, que al exigir justicia, tierra y libertad tremolaban, sin saberlo, banderas del anarquismo. Como acertadamente dice Frank Tannenbaum, “…la Revolución Mexicana se debe a los hombres del campo.”

Es aceptable que para atajar a Flores Magón y sus seguidores que propugnaban acabar con la explotación de los campesinos, incluso mediante esclavitud, para satisfacer apetitos yanquis y de la insaciable burguesía autóctona, cadena que instaban a romper, el gobierno yanqui tenía que recurrir a alguien que se pudiera entender con esos intereses y los defendiera. Tentaron a Francisco I. Madero, que se puso en movimiento con el único objetivo que ya buscaba el Partido Demócrata: impedir la reelección del sonorense Ramón Corral, elegido por Díaz para sucederlo en la dictadura.

La dictadura porfiriana fue relevada por los capitostes de la revolución burguesa, desde un principio convertida en mito, del que lo único respetable es el traicionado caudal de sangre de más de un millón de campesinos y cientos de obreros obligados por Álvaro Obregón a tomar las armas contra el zapatismo.

De esto daremos cuenta en un trabajo incluso que obliga a la lectura, interpretación y conjeturas, de la mucha y casi toda ignorada literatura relativa a la cruenta burla que se hizo de la fe y la esperanzas con que el pueblo mexicano empuñó las armas para alcanzar libertad y justicia, justicia que eran y son summum de la democracia tan cacareada como ausente en esta centuria. Desde luego, guiados por la lógica y la esa historia de la depredadora injerencia estadounidense en América Latina, mucho de esa literatura se interpreta y se deduce.

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