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Jorge Luis Borges: rompecabezas para el siglo XXI

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José de María Romero Barea – 18-05-2018

Me pregunto si no será la disponibilidad de una ingente cantidad, cada vez mayor, de literatura en internet la que nos impide imaginar algo original. La desaparición de la frontera entre la esfera pública, democrática por definición, y la mente privada y reflexiva, ¿no habrá limitado la capacidad evocadora que informaba nuestro compromiso sostenido con la narración? Hoy que nos enfrentamos a la inmaterialidad de un mundo virtual cada vez más real, al tiempo que nos asola una materialidad aterradora, volvemos a algunos autores por su capacidad de explorar, en su obra, una contradicción: creada con la premisa de contener la vida material (cuerpos, espacio y tiempo), una colección inmaterial de palabras sobre una página. 

 

Sigue siendo la literatura de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) un vehículo ideal para capturar, no sólo la vida del siglo XX, sino la del XXI. Sus cuentos celebran la capacidad de la ficción para socavarse sin perder nada de su poder. Sus ensayos logran capturar los aspectos menos definibles de nuestra experiencia. Capaz de evocar la experiencia de vivir el momento, sus escritos mantienen, al mismo tiempo, la forma fluida del esquema y la trama temporal fija. Frente a la contradicción entre el deseo de pertenencia colectiva y la lucha por el espacio individual, surge su ejemplo y complejidad.

 

‘Otras inquisiciones’

 

De adolescentes, nos acercamos a algunos libros sin saber si sería procedente volver a leerlos. Hubo autores que nos curaron de esa falta de propósito. La pregunta qué leer era y sigue siendo obvia: debemos releer todos los libros que hemos amado y leer todos los que creemos poder amar. En el trigésimo segundo aniversario de la muerte de su autor, nada más procedente que regresar a Otras inquisiciones (1952). 

Borges, sin duda alguna, transformó nuestro paisaje literario. Pero ¿cómo exactamente? ¿Mediante la innovación post-moderna? ¿Coqueteando con la ficción pseudo-confesional? ¿A través del argumento provocador? Como muchos críticos han notado, sus cuentos, ensayos y conferencias son de una sola pieza: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decirnos algo” (‘La muralla y los libros’). 

Abres el volumen al azar y es como si ingresaras en un ininterrumpido monólogo interior sobre el mundo de la literatura. Apuntala su obra la fuerza vital que da paso a las promesas rotas del fin autodestructivo: “Dunne asegura que en la muerte aprenderemos el manejo feliz de la eternidad. Recobraremos todos los instantes de nuestra vida y los combinaremos como nos plazca. Dios y nuestros amigos y Shakespeare colaborarán con nosotros” (‘El tiempo y J. W. Dunne’). La trayectoria mor(t)al cambia la manera en que nos aproximamos a los placeres recordados. Como crítico, Borges es capaz del rigor sostenido; brilla su precisión para el epíteto y la concisión: “No hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay falta conjeturar su propósito” (‘El idioma analítico de John Wilkins’). 

Este libro es, pues, su autobiografía, pero también la de sus libros: los que ha leído, los que ha escrito, los que admira, los que ha releído. A veces asistimos a una serie de disquisiciones independientes entrelazadas con un hilo de reminiscencia: “El infinito ruiseñor ha cantado en la literatura británica; Chaucer y Shakespeare lo celebran (…) pero a John Keats unimos fatalmente su imagen como a Blake la del tigre” (‘El ruiseñor de Keats’). No sólo menciona: cita largas secciones, discute su lenguaje o sus imágenes, explora sus márgenes, llama al autor por su nombre. Lo seguimos a través del jardín de senderos que se bifurcan de la revelación privada: “Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si todo en sus páginas fuera algo deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término” (‘Sobre los clásicos’). 

Todo lo anterior debería ilustrar la aleatoriedad de la posteridad del revisor, o la omnivoría lectora del autor de El Aleph (1949): en vez de eso, enmascara el narrador su argumento con la apariencia de sucesivas máscaras de ficción: identifica a los escritores, como a sí mismo, como extranjeros comprometidos con el peligro. Sus lecturas iluminan este volumen, nos llevan a través de sus frágiles paraísos, su certidumbre de la nada. Arrojan luz sobre el rompecabezas Borges. Todos esos caminos nos llevan de nuevo al año cero de nuestra adolescencia, en el que nuestros entusiasmos literarios no eran sino una forma de inteligencia competitiva, así como una forma de dotar de sentido a un incognoscible conflicto. 

 

‘Ficciones’

 

Además de saber por dónde empezar, la mejor narrativa breve necesita saber dónde terminar. Tras acumular sus complejas tensiones, las historias cortas no deben abandonarnos fácilmente. Las pocas páginas de algunos cuentos representan la claustrofobia de un fracaso, cuando no la demencia de un discurso. Richard Ford, un maestro del oficio, propuso una vez la cualidad de la “audacia” como la característica definitoria del relato corto, “el acto de literatura” por excelencia. “Me esfuerzo por ser auténtico. Nada es real”. Así describe el novelista alemán W. G. Sebald sus propias exploraciones del interior genérico. 

Sus palabras bien podrían ser el epígrafe del apólogo de Borges ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’, una obra de ficción que no cree en su propia ficticidad: “Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica”. Por extensión, los cuentos de Ficciones (1944), donde se haya incluido, fracasan una y otra vez en ser narración. La metaficción es tercamente auto-referencial: son relatos que nos cuenta cómo el lector y el escritor conspiran para escribir una historia. El esfuerzo metanarrativo presupone revelaciones retenidas. 

La prueba consiste, tal vez, en la relectura. Tras haber leído de nuevo Ficciones es imposible, incluso sabiendo lo que está por venir, no dejarse atrapar por unos personajes y situaciones tan minuciosamente descritos como en la primera lectura. Nos presenta viñeta tras viñeta, todas ellas conmovedoras, todas ellas a la espera de su novela, todas ellas microensayos que piden ser desarrollados en una tesis doctoral: “[Ts’ui Pên] creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades” (‘El jardín de los senderos que se bifurcan’). 

Los cuentos de Borges aíslan vidas y elecciones individuales. Al igual que las historias de Chejov, o de Raymond Carver, los personajes no tienen una existencia fuera de los límites claustrofóbicos de esas pocas páginas. Los percibimos atrapados sin salida en los rincones particulares de un mundo estilístico reconocible, un universo moral instintivo, que su autor ya ha hecho suyo antes de hablar de ellos: “[Funes el memorioso] no solo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado”; “[Johannes Dahlmann] sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él (…) que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, esta es la muerte que hubiera elegido o soñado” (‘El Sur’). 

Pasadas algo más de tres décadas de la muerte del autor de La memoria de Shakespeare (1983), la metaficción borgiana sigue rompiendo los límites entre la ficción y la vida real, el narrador y el autor. A diferencia del resto de escritores, Borges quiere que nos identifiquemos con los personajes, para sucumbir a la ilusión narrativa. Para cumplirse en su sacrificio, la obra de ficción debe compensar y confesar el error cometido. El argentino hace que el mundo parezca mejor de lo que es. Puede hacer que los personajes sobrevivan y se reúnan de nuevo. Y nosotros debemos permitirnos creerlo. El collage de historias armadas cuidadosamente sugiere, tal vez, que la vida es demasiado fragmentada, demasiado múltiple, para ser reducida a una sola narración. Pero eso no significa que no puede ser capturada, en toda su desgarradora variedad, en las páginas de un libro. Si, como insiste el novelista y crítico sudafricano J. M. Coetzee, los grandes escritores deforman su medio para “decir lo que nunca se ha dicho antes”, Borges es un gran escritor y ésta sigue siendo una gran colección de relatos. 

 

Rompecabezas

 

Libro éste (Borges esencial (RAE, Penguin Random House, 2017, que incluye, entre otros, Ficciones y Otras inquisiciones) inusualmente elocuente, en el que cada oración ha sido matizada, cada observación puesta en diálogo preciso con lo que la precede, todo ello destilado en una prosa que se siente fácil de escribir y por lo tanto fácil de leer. Todo el camino, su autor conversa, animadamente, con la tradición. ¿Hemos aprendido alguna lección de las numerosas revoluciones que tuvieron lugar en el siglo XX? Tal vez sea posible volver a la literatura como un valor que no es simplemente el utilitario exigido por los organismos de financiación que tanto influyen en la educación universitaria. 

En el proceso, podemos sumergirnos en esta serie de lecturas imprescindibles donde se está como en casa discutiendo con San Agustín o Paul Ricoeur; tan cómodo en compañía de Defoe o Melville como con Beckett, Woolf o Joyce. Borges esencialsupone un desafío definitivo a esa crítica que han distinguido, demasiado rígidamente, la literatura realista de la experimental. Comprobamos aquí que ambas proceden del mismo impulso: contar historias que nos permitan aprender sobre nosotros mismos. 

Dickens, en sus novelas en primera persona, nos recordó el estatus del relato como una historia escrita. Por el contrario, la novela modernista evitó las convenciones del realismo para ser más realista. Kafka, al narrar una novela que se estructura alrededor de un diario, llama la atención del lector sobre la falibilidad de la narración. Borges deja claro, desde el principio, su compromiso de captar la realidad de la vida virtual, mientras critica sus propios procedimientos miméticos, siempre conscientes de sí mismos. 

Hoy que oímos repetir a la intelectualidad no sólo que la novela ha muerto, sino también el libro, cuando la misma crítica parece ser un arte moribundo, fácilmente reemplazable por las críticas de los lectores en Amazon, es la del argentino una obra única que representa, al menos para el que esto escribe, la alegría pura de leer, un placer que el propio autor, leyendo su camino a través de los siglos, supo encontrar. Implícita en su prosa, agradablemente sinuosa, la capacidad de iluminar con su oscuridad nuestro camino. 


José de María Romero Barea
 (Córdoba, España, 1972) es profesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Autor de poemarios como Resurrecciones (Asociación Cultura y Progreso, 2011), su última novela se titula Mitze Katze (Ediciones Amargord, 2016). En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Autobiografías no autorizadas. César Aira y Sylvia Townsend WarnerAntonio Rivera Taravillo: la ternura del sonámbuloMarcos Canteli, Benito del Pliego y Andrés Fisher: poetas del parpadeo y John Berger: la mirada, el exilio, la diferencia. La mirada intersubjetiva. En Twitter: @JdMRomeroBarea
 

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