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El bebé de Zahra, o un desgarro entre Pakistán y Barcelona

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“Un matrimonio te puede salir bien o te puede salir mal; es cuestión de suerte. Si sale bien, la pareja es muy feliz. Él le ayuda a ella y ella es feliz. Y ella le ayuda a él y también es feliz. Pero si sale mal, todo está mal, y los dos son desgraciados. El matrimonio te puede ayudar o te puede destruir, depende de lo que cada uno quiera y de lo que el otro dé de sí”.

Sana Shabbir
Activista pakistaní del Raval de Barcelona

 

 

“Ese antiguo rito del cortejo a distancia, que todavía existía a principios de siglo en el sur de Italia, se consideraba algo natural y correcto: la mujer era deseada y perseguida en secreto, después su familia era informada y consultada y, finalmente, las condiciones de la boda eran acordadas por representantes maduros de ambas partes: no había manifestaciones ambiguas, aventuras furtivas, ni los peligrosos escarceos de una joven pareja enamorada. Una sociedad estable se fundaba en el emparejamiento pragmático”.
Gay Talese, Los hijos

 

 

Prólogo no prólogo 

El bebé de Zahra narra la desgarradora historia de una chica pakistaní que hoy reside en el barrio del Raval de Barcelona. Una chica catalana, en definitiva, porque la inclusión excluye lo que separa. Zahra (seudónimo) refiere su cautiverio interior: se casó con un primo al que no conocía para luego separarse de él. Sufrió maltratos y perdió la niña que esperaba.

El bebé de Zahra intenta ser una aproximación periodística a la compleja realidad de una chica pakistaní en el Raval de Barcelona. Bien es verdad que Zahra tiene voz y puede usarla. Ocurre que no quiere usarla. Ella podría haberla contado si hubiera querido. La cuestión es que no se ve capaz de ponerle letras, ya sean letras catalanas, castellanas, inglesas, eslovacas o panyabíes. En las numerosas entrevistas que Reportero Jesús ha mantenido con ella, en el restaurante Alí Döner, se le ha tenido que arrancar las palabras, palabras sueltas que se han ido uniendo para conformar un fresco sobre una capa de mortero de cal. Prefiere que sean otros los que pongan negro sobre blanco. Accedió a que Reportero Jesús la escuchara con la contrapartida de leer el texto antes de darlo al mundo. Y así ha sido. Está relativamente satisfecha.

Bien es verdad que Zahra se podría haber explayado en urdu, idioma en el que está más suelta: aun así, y según su humor, la frase más larga que habría pronunciado sería esta, traducida al castellano: “Tiempo muy muy triste”.

Tímida, serena, bramante. Tres vocablos que la definen.

El bebé de Zahra intenta reconstruir el pasado de una muchacha que se hizo mujer antes de hora. Reportero Jesús se mete en su vida con respeto, y entra por las puertas abiertas, porque ella le abre el corazón.

De ahí que El bebé de Zahra haya acabado siendo un acercamiento a la historia de una mujer contada por un hombre, que es lo mismo que la historia de un hombre que quiere comprender a una mujer. Las limitaciones existen y es oportuno apuntarlas. El ejercicio periodístico se apropia de vidas para contarlas, en este caso, con permiso.

La escritura también sana. Por eso el género interpretativo de la crónica encaja mejor. Y el yo del escritor no chirría tanto, aunque las intervenciones con referencias a escritores, filósofos y teóricos occidentales parezcan fuera de lugar y las comparaciones se puedan calificar de “apropiaciones culturales inapropiadas” (Barthes, Galeano y otros).

Se podría catalogar El bebé de Zahra de “paternalista, intelectualismo occidental”. Puede ser que tenga razón quien así piensa. Por ahora, Zahra no se ve con cuerpo para relatar nada por cuenta propia, al menos nada con pelos y señales, un relato coherente que pueda ser grabado, descifrado y comprensible.

La vida y la muerte en vida de Zahra la cuenta Reportero Jesús, desde sus propias coordenadas, asentado este en un lugar concreto del hemisferio norte, en un país europeo y, mal que bien, democrático. La muerte en vida y la vida de Zahra la cuenta un hombre, en tercera persona y en presente.

La intención y el genuino empeño de Reportero Jesús es que la voz de Zahra salga a la luz, a pesar de los miedos. A partir de aquí, tal vez, más adelante, Zahra tenga la fortaleza de hacerlo ella misma.

 

Nota

En El bebé de Zahra se han modificado los nombres de los protagonistas y los nombres de las localidades para evitar que sean reconocidos.

Las charlas con Zahra (seudónimo) han tenido lugar en el restaurante Alí Döner, en la calle Espalter, en el Raval de Barcelona, durante el verano y el otoño del 2021 y el invierno del 2022.

En esta crónica sobre los matrimonios de conveniencia, que podría situarse tanto en Pakistán como en España o Sri Lanka, la paradoja es que la palabra que más se repita sea amor.

 

Lo importante es la educación, pues da las herramientas para el desarrollo de otras herramientas y la consolidación de seres capaces de cuestionar. Se trata de encontrar alternativas viables incluso dentro de un sistema anquilosado y rígido que va dando ya los últimos coletazos y no se sostiene. En la rigidez hay que encontrar las fisuras.

 

Una profesora de Filosofía. Prólogo sí prólogo

El relato del bebé de Zahra nos muestra la historia de un enlace matrimonial con desenlace trágico y nos abre la ventana a la cruda realidad de los matrimonios forzados, en los que la voluntad para contraerlos está totalmente ausente y cuya práctica, aun cuando es minoritaria, sigue siendo una lacra contra la que luchan las mujeres pakistaníes, ya sea en Gujranwala o en el Raval.

La trayectoria de la protagonista guarda similitudes con la historia de muchas otras mujeres migrantes de origen pakistaní. Mujeres invisibilizadas, en el ajetreo de nuestra ciudad y en las estrechas calles del Raval, cuyos relatos de vida y sus voces se desconocen y quedan a la sombra de la de los hombres. Reportero Jesús, como un “hombre que quiere conocer a una mujer”, derriba las paredes con la palabra y nos presenta a Zahra. Es a través de su vida que podemos adentrarnos en diferentes etapas y roles que estas mujeres llegan a experimentar. Tan solo se trata de un reflejo en castellano de la realidad plurilingüe y diferente de muchas barcelonesas de origen pakistaní que pasan inadvertidas. Una Zahra adolescente para la que la identidad y los postulados culturales entran en conflicto, cuyas raíces pakistaníes se nutren en otra tierra. Una Zahra casada en contra de su voluntad cuya única preocupación es la familia y el hogar. Una Zahra madre, revolucionaria, luchadora y protectora y, por último, una Zahra adulta, que toma las riendas de su vida.

Lamentablemente, no se trata de la única Zahra en Barcelona. Como ella, muchas jóvenes pakistaníes serán forzadas a uniones que ellas no consienten directamente, uniones que las familias consiguen de manera viciada. Ante esto, la mejor manera de corregir la situación es acercándonos para conocer los detalles. La lucha de Zahra debe ser visibilizada, leída, acompañada y empoderada para que todas las demás Zahras se sientan reconfortadas, aunque el dogma les pese o sus situaciones las empequeñezcan.

Komal Naz

Activista pakistaní en Barcelona

 

1. Gujranwala (Pakistán), 18 de marzo del 2018

Lampadomancia. Desconoce esa palabra. Sin embargo, sabe lo que es. Las formas que toman las sombras sirven para pronosticar el futuro. Aunque sea un futuro negro, tenebroso.

Sentada en el mullido sofá y rodeada de flores.

Vestida con el lehnga o la gharara, traje carmesí de princesa, de brocados plateados, tan seductor como un sari de organza y perlado de lentejuelas janhvi kapoor.

La diadema de cristal transparente imita una tiara.

Zahra, la pequeña Zahra, mira las luces rojas y verdes y amarillas que por toda la sala proyectan líneas fantasmales, paralelípedos y tigresas profecías.

En el segundo día de su boda solo piensa en una cabra como las de los óleos de Chagall. En el dibujo de una cabra, que es lo que interpreta por la silueta deslucida sobre el mantel de algodón.

En el segundo día de su boda le viene a la mente la letra de una canción de Shakira con el mismo sentido que la letra de una canción de Lana del Rey (“Oh, my heart, it breaks every step that I take”). Sabe inglés a la perfección. Como todos los invitados. En Pakistán el inglés se estudia como el gaélico en Irlanda.

Sentada en un reservado, sin apenas moverse, le pesan las joyas, las baratijas estilo Bijou Brigitte, anillos bañados en oro con las rosas femeninas de strass. El tío de Zahra, el dueño de la fábrica de tejidos Malik en la que se desarrolla el enlace, la ha colmado de bisutería, y las prendas y los fulares y los encajes desperdigados le marcan la bonita figura. Las manos reposan sobre la cautivadora tela, viscosa, étnica, anacarada. El peinado, recogido y trenzado, le confiere un aspecto de actriz de Bollywood, una Priyanka Chopra de ojos apagados.

A Zahra le han arreglado el matrimonio. No se casa por amor. No está enamorada. Casi ni conoce a su primo, Amir, el hijo caprichoso de una familia con demasiadas ambiciones.

Y allí está ella, sentada en una punta del sofá de cojines voluminosos, de poliéster reciclado. Con la mirada perdida, dispersa, entretenida en las guirnaldas cálidas que como hadas iluminan la salita del enorme edificio, en Gujranwala, la localidad de Pakistán que la ha visto nacer.

La rodean sus tías. Fuera del reservado, unos trescientos invitados, solo mujeres, tantas que son las cuentas de una cortina metalizada. En la otra mitad de la fábrica, festejarán los machitos. Entre otros, su generoso tío, Imran, con el bigote austrohúngaro del comandante indio Varthaman, y su padre, Ahmed, alegre, expansivo, con el shalwar que estrena –pantalón ancho con volantes bajos– y ya tapizado de gotas de kashmiri chai, su té preferido.

Junto a Zahra, su madre, que no le ha dirigido la palabra ni en el viaje ni en los preparativos de la boda; hace cinco días que Zahra se ha enterado de que hoy se casa. Su madre, Aisha, se toca la cara, espolvoreada con los embellecedores Sisley. Ella solo tiene ojos para la hermana de Zahra, Saima, que también se casa hoy.

La diferencia entre Zahra y Saima es que Saima se entrega por amor, con un hombre tres años mayor al que ya conoce.

Zahra se fija en su hermana, a dos metros. Guapísima, aplicada la henna en las manos, igual que ella; la fiesta de henna se ha celebrado anoche. A las dos las acompañaron las amigas, las primas y las vecinas. Aceitosas, realzadas, exuberantes. Alguna, constreñida, pendiente de los tintes rojizos que tatúan los dedos, traviesas vías de ferrocarril que recorren las venas, los mismos dedos de las chicas de la crónica Los suicidas del fin del mundo, de Leila Guerriero, solo que ellas se acicalaban para morir. Pintarse las uñas para encarar la muerte tiene su morbo. “La razón se ha roto los dientes”, escribe Yasmina Khadra en El atentado.

Zahra envidia a Saima. Ella puede regocijarse con su amor, sabe qué es eso, término que nunca supo describir el crítico Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso. “Cuando dos sujetos disputan de acuerdo con un intercambio regulado de réplicas y con vistas a tener la última palabra, estos dos sujetos están ya casados”. Mentiras.

“El amor es algo claro y muy guay, se puede sentir amor por un gato, es algo grande. Por eso yo no me esperaba esta cosa, esta cosa no es mía. Yo lo que único que quería era largarme rápido de allí”, se recuerda Zahra a sí misma.

La cabeza le duele como un puño loco. Empalidece, la tez de cera solo se destensa cuando su mejor amiga le toca el hombro y le acerca un refresco de yogur batido con agua, lassi.

Los hombres beben leche de cabra fresca con nata. A Zahra le habría gustado traer a su boda al guitarrista de la banda Mekaal Hasan, el toisón de oro del rock moderno en Pakistán. Pero solo escucha los gritos inmortales de las gacelas (ghazal), las coplas poéticas desnaturalizadas provenientes de un pendrive con música. Los hombres con uniforme de piloto no tocarán fanfarrias, tambores de piel de cordero ni brillantes trompetas.

“Nunca me he creído eso de que la vida imita el arte”, dice Antonio Tabucchi en El tiempo envejece deprisa: “Creo haber comprendido una cosa, que las historias son siempre más grandes que nosotros”.  

Abre el Corán: “Traten bien a sus mujeres en la convivencia. Y si algo de ellas les disgusta, es posible que Alá haya decretado a pesar de esto un bien para ustedes”.

El imam, un viejete que apenas se tiene en pie, se planta en el centro de las señoras y lee los pasajes de rigor en la ceremonia.

Más tarde, los hombres, en la otra mitad, le escucharán, crédulos, pasiegos, meciéndose en el sopor de una tarde sin fin. Se rascan los huevos.

Las mujeres, a un lado, la mayoría con el pelo suelto, sin velo ni hiyab y sin caftán, maquilladas, calladitas, acariciando a los niños pequeños, peonzas de madera que saborean dátiles y dulces de calabaza.

Hace unas horas, las mujeres se han intercambiado regalos.

Alá: “En verdad el mejor de entre ustedes es el mejor con su mujer”.

El imam repite tres veces: “¿Aceptas a este hombre con el que te vas a casar? Sí o no. ¿Aceptas a este hombre con el que te vas a casar? Sí o no. ¿Aceptas a este hombre con el que te vas a casar? Sí o no”.

Las novias dicen que sí. Estampan su firma.

Después, el mismo rito con los hombres. Los novios, flanqueados de sus hermanos, de los tíos de Zahra y Saima y del padre de estas: “¿Aceptas a esta mujer con la que te vas a casar? Sí o no. ¿Aceptas a esta mujer con la que te vas a casar? Sí o no. ¿Aceptas a esta mujer con la que te vas a casar? Sí o no”.

Ellos dicen que sí. Estampan su firma.

Se sella el contrato ante el imán.  

Oran.

Las familias, satisfechas con la dote, congenian entre sí. Los abuelos de Zahra y Saima han acumulado suficientes riquezas como para ser los potentados de la provincia. “Mi marido, para darme mayor seguridad, me dio unas cinco mil rupias, unos cincuenta euros. Pero no los quise coger, no quise”, explica Zahra.

En las mesas, la comilona, carnes y especias.

Por la mañana, a Zahra y a Saima las habían rociado de fragancias francesas carísimas, las hicieron apetecibles. Así, convertidas en unas palomitas, entraron en el banquete pasadas las seis de la tarde, cuando se dejaron caer las lindas sábanas que separan a los hombres de las mujeres.

Esa noche, su primo Amir la tomaría en su casa, en la cama con dosel de pétalos, le penetraría hasta la raíz, y a Zahra le dolerá tanto que, además de sangrar, se maldecirá, se negará, se arrancará el corazón. Sumisa, se aguantará, dilacerada.

“Sé que no te querías casar conmigo”, notará que Zahra le grita con la mirada.

La lluvia fina comienza a caer.

Los flashes de los fotógrafos ciegan a las jóvenes.

Las niñas se contorsionan, bailan con la pasión de Russian Red o Beyoncé o Taylor Swift. Ayer, dos transexuales han dado vueltas como giroscopios delante de los novios vestidos de marajá.

Parece que las bengalas les atraviesen, pirotecnia que aguijonea por dentro.

El padre de Zahra y Saima habla con sus yernos. Sus once hermanos se muestran felices.

Los hombres, de boca naranja, se proclaman reyes, se palmean entre sí, pletóricos y satisfechos, y desean fertilidad.

Fuera de la fábrica en la que las parejas se han unido ante Alá, las motos expulsan veneno por el tubo de escape.

Se ensucian los bordados de los trajes largos de dos piezas.

Las rupias alfombran el suelo.

Zahra, que desde el 2006 vive en Barcelona, considera que los matrimonios concertados no son parte de la cultura pakistaní. Los matrimonios convenidos son matrimonios forzados, y suponen una ruleta: ya casados, se interrogarán, y se gustarán o no.

A ella se le difumina el rostro, la banda sonora de Interstellar le nubla la mente, la agobian los mensajes de móviles que otros se envían.

Alá es grande.

Alá es misericordioso.

Las guirnaldas se encienden y se apagan. El viejo Plinio pensaba que la sombra formaba parte del ser de la persona.

Zahra es menor.

Distingue una cabra de Chagall, una mariposa, un carromato, un cigarrillo, una palangana.

 

2. Barcelona, marzo del 2006

En el Raval, las colillas se consumen en la acera hasta que un homeless las recupera para consumo personal. Las colillas de cualquier cigarrillo de la risa, las más buscadas.

En el Raval, en los alrededores de Baba Kebab, los tipejos y los grillados se dan voces en un apocalíptico fin del mundo. Discuten por un colchón o por una ofensa: “¡Hijo de puta, me cago en tu puta madre!”, insultos que aumentan en decibelios a medida que uno se acerca al otro.

En el Raval, los tatus de las paredes acabarán en los brazos de las guiris, jóvenes despreocupadas: “Muerte al fascismo”.

La familia de Zahra llega al Raval en el 2006. El padre, Ahmed, hace las gestiones para que sus tres hijos y su mujer puedan reunificarse en Barcelona. Ahmed, piel olivácea y de carácter plano, llega a la ciudad condal en 1998, procedente de Italia, donde pasó un año vendiendo rosas rojas por la calle.

Taxista de profesión, nunca se habría imaginado así. Se instala en la capital catalana y comienza a progresar. De vender cedés de películas como Hermano Oso pasa a trabajar en una empresa relacionada con el textil, en Santa Coloma de Gramenet.

En el 2001, varios de sus conocidos –muchos de ellos sobreviven cargando bombonas de butano– se encerraron en las iglesias de Barcelona, como la de Santa Maria del Pi, en Ciutat Vella. Reclamaban los ansiados papeles.

A principios del 2006, Ahmed había viajado a Pakistán para asistir a la boda de su hermano pequeño. Abrazó a sus hijos, a quienes no había visto en años. En Cataluña, unos amigos le ayudarían a regular su situación y la de los suyos en el proceso que abrió el expresidente del Gobierno central José Luis Rodríguez Zapatero.

El 2 de marzo del 2006, varios amigos recogen a la familia en el aeropuerto de El Prat. Aterriza el vuelo de Pakistan International Airlines procedente de Lahore, en el noreste del país.

Los tres coches se detienen en la calle Carretes, con fuerte presencia islámica: frutas y verduras Abu Bakir, supermercado Shahbaz, carnicería Al Madina, electrodomésticos Shahzad, peluquería Kharian…

Con las maletas y los enseres suben por una escalera estrecha de un bloque de cuatro plantas del siglo XIX. “En Pakistán hay casas, no hay pisos uno encima de otro”, piensa Zahra.

Alguno de los buzones corroídos, reventado. Un par de cartas en el suelo. Facturas.

Los peldaños, de gres; el pavimento, exhausto tras siglo y medio soportando el peso de la humanidad.

Ahmed abre la puerta del principal. No es chiquito el piso, de unos cincuenta metros cuadrados. En Pakistán, gozaban de un amplio comedor, el triple de grande.

Con luz, con agua, sin calefacción.

Los cristales de las ventanas, rotos.

Los niños protestan.

Sami.—Abu, ¿dónde nos has traído?

Zahra.—Pero si es una cárcel…

Asif.—A mí me gusta…

Al principio, la madre, Aisha, frunce el ceño, pero se conforma, hace un esfuerzo para no desagradar al marido.

Aisha.—Todo está bien, saldremos adelante.

Zahra.—Ami, volvamos a casa, por favor.

Esa noche, el frío invierno da los últimos coletazos de hielo. Sin mantas, sin cobertores, sin almohadas suficientes, la familia se acuesta en el suelo. Primero, barren, acomodan las sillas, deshacen el equipaje. Cenan lo que la madre preparó allá, a seis mil kilómetros de distancia, algo así como unos emparedados de pollo tikka con chapati.

Esa noche, los sueños vienen envueltos en papel de aluminio.

El sueño de Zahra: los malhechores, los señores de la guerra, asaltan su casa y les roban las pertenencias.

Los ruidos secos de extraños artilugios despiertan a Zahra. Sus vecinos, unos italianos que empinan el codo. Con el ánimo hundido, se hace a la idea de su nueva vida. El padre se ha ausentado, el más madrugador. Al cabo, vuelve con una barra de pan rústica.

Ya levantados los hijos, sentados a la mesa, se miran la barra de pan como si fuera un tósigo o algo pecaminoso o un batidor de alfombras. Nunca antes habían visto una.

Zahra.—Yo no como esto, debe de estar asqueroso…

Sami.—¿Qué es, abu?

Ahmed.—Comida.

Desayunan té y huevos fritos. Se lavan como pueden. Antes de nada, raspan la mugre de las junturas del baño. La casa de Pakistán relucía comparada con la choza del Raval en la que se han metido.

Lo primero, solicitar el documento nacional de identidad o un sucedáneo. El lunes, acompañada de su madre y del resto de integrantes de la familia, Zahra decide bajar a la calle. En Carretes, no entienden el cartel que cruza la calle: “Prou especulació immobiliària que ens fa fora del barri!”, con un buitre dentro de la señal de stop. Los dibujos de Azagra empapelan las paredes. Se acercan hasta la calle de la Cera. Se paran delante de la carnicería Sahar, y pasan delante del bazar Bangla, de la perfumería Libasut Taqwa y de la sastrería S. D. R. Taylor.

Los pakistaníes son muy trabajadores, muy amables y muy educados.

Aisha.—Mira, aquí podemos comprar Balkis [perfume] y Al Haramain [agua de colonia]. ¡Itrr! Es un alivio que esto también sea Pakistán.

Zahra.—¿Barcelona pertenece a Pakistán?

Cada vez más, crece la comunidad pakistaní en Barcelona. En el 2021 llegarían a ser casi veinte mil personas, el 20% de ellos, en el distrito de Ciutat Vella.

En la plaza del Pedró, delante de la fuente de Santa Eulàlia, descansan.

Zahra.—¿Por qué corre tanto la gente, qué prisa tiene?

Una señora borracha da alaridos. Se les cruza un chico en bicicleta de carreras, rubio como el sol. Un perro se mea en la base del obelisco. Una anciana camina con dificultad, a duras penas se sostiene con el bastón; en la mano carga con la compra. Dos niños marroquíes se apiadan de ella. Años más tarde se enterarán de que esos niños tienen un apelativo: menas, menores no acompañados.

Zahra.—Ami, ¿por qué nos tenemos que quedar aquí?

Aisha.—Ya verás, cariño, como dentro de poco te gustará.

Zahra.—¿Por qué no nos vamos a casa?

Aisha.—Esta es nuestra casa ahora, cielo.

Zahra.—Yo aquí no conozco a nadie.

Aisha.—Conocerás a gente, este es un lugar tan bueno como cualquier otro para vivir.

Zahra.—Y hay muchos perros.

Un beagle de dos años ladra. Su amo le abronca. “¡Calla!”.

Los perros son animales impuros. Sin embargo, en Pakistán cuidaban de Yugnu (Felicidad).

Aisha.—Entremos en esta tienda, que tienen rangoli hindú [cristales decorativos].

Con el tiempo, las peluquerías pakistaníes proliferarán y los chicos comprarán bates de críquet en Alibaba.com, el urdú se familiarizará con el catalán y se sumará a la prensa convencional de los bares la revista El mirador dels immigrants, del periodista Javed Mughal.

Y se abrirá la mezquita Centre Islàmic Camí de la Pau.

De nuevo en casa, al mediodía, rezan.

Fuera, los ladridos de los perros, las risas de los juerguistas, las cervezas de los chulitos de playa. Las mujeres en bikini, con bordado de nido de abeja.

Zahra aún no ha visto el mar mediterráneo, azul.

 

3. Gujranwala (Pakistán), 25 de marzo del 2018

Distingue una cabra de Chagall, una mariposa, un carromato, un cigarrillo, una palangana. 

La casa de los padres de Amir, su esposo, se encuentra en una vía bien comunicada de Gujranwala. En los días que duraron los festejos de boda, se cubrió la fachada con una cadena de lucecitas blancas.

La madre de Amir, Fátima, se entretiene con el nihari, la masa de carne de vaca y de cordero. Al guiso le echa anís estrellado, hojas de laurel y canela en rama.

Fátima.—Pronto aprenderás a hacerlo como le gusta a Amir.

Zahra se deleita en la cocina, siempre que puede se acerca a los fogones. Aun así, se ha propuesto aprender lo máximo de su suegra y del resto de miembros de la familia de Amir.

En esa casa del centro del barrio de Narowal, en Gujranwala, los taxis de tres ruedas hacen sonar la bocina a la mínima de cambio.

La suegra manda a Zahra a comprar en los puestos callejeros, pero estos respiros se ven interrumpidos cuando aparece Amir, que no la pierde de vista.

Amir.—¿Cómo se te ocurre venir sola?

Chales, pulseras y collares de fantasía recargados junto a carteles luminosos “Happy Birthday”. Zapatos de tacones altos, boles y tráilers, helicópteros, pistolas, patitos y norias de juguete.

Zahra pasaría por una Cleopatra envejecida, la protagonista de Reign, una Adelaide Kane pudorosa.

Se queda mirando a las otras mujeres, el puñal clavado invisible que regatea su alma. Se las ve bostezando, adaptadas a los sinsabores, milhojas de crema pastelera que han perdido el gusto.

La directora Angelina Jolie formaría un coro con estas chicas, jóvenes en su mayoría, aguerridas y batalladoras, y plegadas a las reglas arcaicas de los arreglos de familia.

Zahra conoce a los hombres de su comunidad; algunos, machistas acérrimos, misóginos implacables, furibundos estandartes de una interpretación rígida del islam: a la mujer se la respeta, pero en la mujer se esconde el diablo. “Los hay muy buenos y muy malos, como en todos lados”, dice.

A menudo, lleva velo; de tanto en tanto, se lo quita.

Si tiene una palabra amable con el tendero, si acepta y devuelve una sonrisa inocente, el marido se lo recrimina en el camino de vuelta.

Amir.—¿Qué te ha dicho, dímelo?

Zahra.—No me ha dicho nada.

A.—¿Por qué le has sonreído?

Z.—Yo no le he sonreído.

A.—Esto no es Barcelona.

Z.—Ya sé que no es Barcelona, no soy tonta.

A.—Pues te comportas como una niña estúpida. Yo soy tu marido.

Z.—Ya sé que eres mi marido, ya me lo recuerdas cada día, y no he hecho nada malo.

El genio de Zahra sale a relucir en cada ocasión que Amir la aprieta. La suegra también le pone contra las cuerdas, con desplantes y acaloradas discusiones que terminan en inoportunas salidas de tono.

Fátima.—¿Por qué te empeñas en disgustar a mi hijo?

Zahra.—Ami, ¿por qué me dice eso?

F.—Es un hombre bueno, no se merece que le trates así.

Z.—¿Cómo le trato, es muy injusta conmigo?

F.—Él sufre mucho, es un chico delicado, tienes que ser más cariñosa, no hagas que me avergüence de ti.

Z.—No tiene nada de lo que avergonzarse, lo estoy haciendo lo mejor que puedo.

F.—Pues no le des motivos para que se enoje, le estás amargando…

La triste Zahra se muerde los labios, desiste de replicar a la suegra.

Se levanta temprano por la mañana en una casa que comparte con otras trece personas, entre primos, hermanos, esposas. Ayuda a fregar los suelos, a limpiar bien las sartenes de hierro fundido (karahi). ¿Por qué se quejan de ella? Si sale de la casa, con cualquier excusa, alguien la acompaña, como si fuera una confidente de la que todos desconfían. En el fondo, le extraña poco, puesto que haber pasado más de una década en Barcelona, capital europea, la otorga un plus de malignidad que se respira en el ambiente. Seguramente, Zahra se habrá empapado de ideas peligrosas, habrá frecuentado lugares indecentes y se habrá vestido como una pelandusca. Se habrá creído que la mujer puede tener voz propia, ser independiente y tomar sus propias decisiones. Se habrá creído una Minerva juguetona y que no tenga que rendir cuentas a nadie. Se habrá creído un ángel irrompible, que ella es una leona alada, una piedad rencorosa. Se habrá creído un riachuelo que fluye a borbotones por el valle de Swat. Se habrá creído que puede combatir las tradiciones, los dogmas y las creencias ancestrales. Se habrá creído poderosa, aun los siglos que la oprimen.

Se habrá creído un espíritu salvaje, y es un espíritu salvaje. Atrapada en una jaula. Amarrada a un poste, ciega.

De tanto en tanto, Zahra llama por teléfono a su madre, quiere hacer las paces con ella. La nostalgia la empuja a ser indulgente.

La madre ha virado el timón.

Aisha.—Hija, sé una buena esposa, que no tengan quejas de ti, no refunfuñes ni les escandalices.

Zahra.—Yo solo quiero mi espacio, tengo derecho…

A.—No tienes derecho, hija, solo tienes que amoldarte a la situación, deja pasar el tiempo.

Z.—No sé si me acostumbraré, parece que me odian desde que vine a esta casa.

A.—Nadie te odia, no digas eso.

Z.—Y me siento frustrada, cada vez que propongo algo la bruja se me echa encima.

A.—No la llames así, es la madre de tu marido.

Z.—Lo sé, pero me ahogan, no me quitan la mirada de encima, parece que estorbo o que no doy la talla. Cuando salgo…

A.—¿Para qué quieres salir, Zahra? No tienes que dejar la casa.

Z.—Ya empezamos.

A.—Estás en Pakistán, no es Barcelona…

Z.—Tampoco es que me dejarais caminar mucho sola en Barcelona, y lo que me costó hacerle entender a abu que es normal que una mujer cruce el paso de peatones sin necesidad de que la vigilen.

A.—Aquí has hecho lo que te ha dado la gana, así te ha ido.

Z.—No empecemos, yo no he hecho nada.

A.—¿Te parece poco el disgusto que le has dado a tu padre?

Z.—Nunca me lo vais a perdonar, ¿verdad?

A.—Ahora aprende a servir, tu familia es ahora la familia de tu hombre.

En una habitación, Zahra se percata de que alguien merodea cerca, un sexto sentido le dice que una materia orgánica la acecha tras las mamparas de plástico.

Su marido ladra. El control absoluto sobre todas las cosas terrestres y pasajeras.

Amir.—Zahra, sal, ¿con quién hablas?

Cuelga el móvil, lo esconde bajo la almohada.

 

4. Barcelona, octubre del 2006

Zahra aún no había visto el mar Mediterráneo, azul.

Laura.—¿Cómo te llamas? No tengas miedo, que no muerdo.

En el rellano, Zahra estrecha contra sí a su hermano menor, Asif, que tirita, con la piel de porcelana. Frente a Laura, su vecina del cuarto, Zahra inclina la cabeza, como pidiendo perdón, quebrantada. A Laura bien se la podría imaginar como una auténtica apache, aunque la apropiación cultural sea inapropiada. Como esas nativas de Ahora me rindo y eso es todo, de Álvaro Enrigue: “Sin dejar de correr, Camila se abre el peto del vestido negro, se saca los brazos de las mangas, se arranca el listón y deja que el traje de una pieza se le resbale mientras avanza a trancos de yegua”. Delante de Zahra, Laura se muestra mucho más comedida de lo que realmente es. Se ha topado con los niños justo cuando bajaba a hacer la compra: tres o cuatro kiwis, un tetrabrik de zumo de piña y unas yescas de pan, bastante ligero. Arruga el entrecejo porque no obtiene respuesta. Vuelve a la carga, con un tono de voz tan reposado que habría perecido en el océano mar.

L.—¿Te ha mordido la lengua el gato? –Como intuye que Zahra, extrañada, no la entiende, pasa a los gestos primitivos–: Yo me lla-mo Laura: L-a-u-r-a. ¿Sí? Laura. A ver, repítelo.

Zahra.—Laura.

L.—Muy bien. ¿Y tú?

Y le pone el dedo índice a dos palmos de la barbilla.

Z.—Zahra.

L.—Qué nombre más bonito.

Se prodigarán los encuentros con Laura, que vive desde hacía más de tres décadas en el barrio desde que se juntó con Antonio. Está casada, y su marido se hace de rogar, se le ve poco el pelo, pero su desparpajo contagia a cualquiera que quiera escuchar sus historias de podencos y montañas asturianas. La madre de Zahra, Aisha, también conocerá a Laura, que poco a poco se va ganando la confianza de los miembros de la familia. Las personas buenas sobresalen de entre las personas malas y su luz toca las puertas marcadas.

Los meses siguientes a la llegada, Zahra va haciendo exploraciones por el barrio: primero, la calle; luego, la calle paralela a Carretes: Reina Amàlia; luego, la Rambla del Raval, a uno de los locutorios. Y luego, Ronda Sant Pau, el parque de la plaza Josep Maria Folch i Torres, autor del navideño Els Pastorets.

Primero, con los miembros de la familia, que se mueven acurrucados entre sí, como si fueran las fibras elásticas de un mismo tejido. Después, solo con los hermanos. Y después, pocas veces, sola. En la plaza Folch i Torres, otros inmigrantes pakistaníes se interesan por ella; algunos, también acabados de llegar, apocados, amedrentados, encerrados en la timidez de los niños buenos. Hablan en urdu.

A su alrededor, comercios que acrecientan su curiosidad.

El gimnasio social Sant Pau atrae a una clientela de sombras: jóvenes ladeados, escuchimizados como buñuelos, con ropa militar y camiseta sin mangas verde rayo; rostros recortados por cicatrices largas, puntos y corrientes.

La horchatería está cerrada.

La librería está cerrada.

El kiosco provee de prensa a los escasos lectores de noticias.

Zahra aletea como un estornino negro que cruce las herraduras de las fronteras. Todo lo ve y todo lo resuelve. A todo le pone el oído y todo le sorprende. Todo lo admira y todo lo interroga, igual que hacen los dedos del mejor Ludovico Einaudi.

Un chico acerca la mano: “Ayúdame, no tengo trabajo”. Le impresiona la miseria. Zahra graba en la cámara de sus ojos las novelas de la calle, donde los contrastes se extralimitan.

Abril. Mayo. Junio. Julio. Agosto.

Se le va agosto sin darse cuenta porque tampoco sigue los meses del calendario.

En septiembre empieza el colegio, en el instituto Milà i Fontanals, en la misma plaza Folch i Torres.

Las niñas se apegan a las niñas, unas con velo y otras sin velo, más como una prenda de vestir que como una imposición cultural o una decisión premeditada. Los niños se juntan con los niños, en fogosos corrillos en los que irremediablemente se citan los jugadores de fútbol del momento: Roberto Carlos, Marcelo, David Beckham… para los madridistas, y del Barça, los siguientes: Rafael Márquez, Iniesta, Samuel Eto’o…

En clase, la chiquillería se interrelaciona, se mezcla, insensible a las ideas impuestas. El padre de Zahra tardará en aprobar que los niños y las niñas compartan aula.

En los ejercicios de matemáticas, la profesora toma el pulso al alumnado: divisiones con decimales, ecuaciones de primer grado y progresiones aritméticas.

Equipada con un juego de lápices Alpino que su madre le ha comprado en el colmado pakistaní de la esquina, Zahra se apresura en enseñar los resultados a la profesora, y lo hace mirándole a la cara.

Maestra.—Aixeca la mà. –Cambia de lengua–: Levanta la mano, Zahra, si no no sé que habéis acabado.

Levanta la mano. Entiende el idioma, pero le cuesta pronunciar una palabra en castellano o en catalán.

Zahra.— I solved it.

Zahra utiliza el inglés para salir del atolladero, se siente más cómoda. Sin reprenderla, la profesora le aconseja.

M.—Esfuérzate, has de aprender catalán y castellano.

Zahra piensa que la maestra ha de aprender inglés.

Aun así, le fascina que una mujer pueda enseñar de esa manera tan… liberal, aunque no utiliza este término. En su país, es infrecuente ver tal tipo de cosas.

A las otras asignaturas también les coge el gustillo: Física y Química; Geografía, Historia; Tecnología…

La Literatura le abre puertas, aunque no le presta atención. La poesía cuenta lo que ocurre de una forma tan sorprendente como didáctica. Puede hacer llover cuando hace sol, y cura las heridas del alma, mucho más dolorosas que las hernias o que los cólicos o que los trombos. La poesía amanece cuando es de noche, y se yergue. ‘Regalo’, de Rabindranath Tagore: “Bebes de un sorbo la ternura que te ofrecemos,/ luego te vuelves y te vas de nuestro lado”.

Las palomas pueden ser naipes.

Las luciérnagas pueden ser árbitros.

Las paredes pueden ser derribadas. Con la palabra.

Se acuerda de Pakistán, allí tenía a sus amigas, el frisar de las golondrinas, fanfarrias en el cielo. Y de ese cielo medio abierto se acuerda, con los días descalzos más largos. En Pakistán no hace frío porque tampoco hace calor. Los colores, más vivos si cabe. Colores anaranjados, ocres, oliváceos, satinados, vivíparos. A una de sus primas le escribirá una carta muy larga con un bolígrafo rosa, y añadirá letras de canciones, como “So go move your bags, let me call you a cab”, de Irreplaceable, de Beyoncé.

En el patio, conoce a quien será su mejor amiga, Sana, una chica de su edad, larguirucha, con diez anillos prensados en los dedos, adicta al Cacaolat, que descubrió en un viaje con su madre y su padre a las inmediaciones de la Granja Viader, donde no se atrevieron a entrar.

Ella es del Punjab. Les une el urdu.

Sana.—El año pasado saqué un cero en matemáticas.

Zahra.—Yo te puedo ayudar.

S.—A mí me gusta la gimnasia.

Z.—A mí me gusta el críquet.

 

5. Gujranwala (Pakistán), 3 de junio del 2018

Cuelga el móvil, lo esconde bajo la almohada. 

Se levanta. Se viste o se empluma, porque parece que camina con sandalias voladoras, arropada por un viento estimulante y espaciado. Al otro lado de la cama, deja a su marido, sujeto habituado a que se lo hagan todo, con voz de falsete, torpón; en lugar de manos, patucos. Se le oye roncar, y su barriga es un altiplano que sube y baja y emite sonoros toques de clarín. Así, dormido, se le antoja un cuerpo embalsamado de esos que se exhiben en los mausoleos reales, imperiales y revolucionarios.

Zahra se calza las babuchas tachonadas de estrellitas y lunares y se dirige a la cocina o lo que uno diría que es la cocina, una larga pica con un horno de leña y algún electrodoméstico. Adecentada, con paños decorativos y cortinas envolventes que esconden lo que no se ve. Zahra prepara el té, el exquisito chai masala que cada mañana, a la misma hora, se sirve en la vivienda de la suegra.

Se lava las manos, llena de agua la tetera, el pulmón de Pakistán: las teteras saben a tierra preñada y fecunda, el acero de pava retiene el aroma, y los filtros y las infusiones se ensanchan y recorren las curvilíneas líneas del modelo. Una tetera sencilla comprada en el mercado, en el que, a esa hora, ya se incita con pequeñas cantidades de pimienta, cardamomo y vainilla.

Zahra no hierve la leche, a la que echará una cáscara de limón. No retira el cazo. Vierte la leche en la tetera, estilizada y pobre. Luego echa unos gramos de té negro, fuerte y poderoso. Pasados unos minutos, apaga el fuego y deja reposar el té.

Adivina que su suegra se aproxima. Viene de rezar. Son las cinco y media de la mañana.

Fátima.—¿Has preparado ya la comida?

Zahra.—Lo voy a hacer ahora.

F.—Tienes que trabajar más, eres joven.

El silencio, ese aceite volátil, se derrama por el hueco de aire entre las dos.

F.—¿Querrás mojar pan?

Z.—Sí, allí lo he dejado, en la repisa.

El silencio purifica la sangre.

F.—¿Eres feliz aquí? ¿Quiero decir si te sientes a gusto?

Z.—Sí, ami, no me quejo.

F.—Ya me dijo tu madre que te habías convertido en una chica muy cumplidora, y se nota.

Zahra vierte té en la taza de su suegra, que es su tía, que es su segunda madre. A continuación, se echa un poco en un vaso mediano. Se sientan las dos. Esperan. El resto de mujeres comienza a desperezarse. El resto de hombres dormirá un rato más. Cuando estos se levanten, podrán desayunar las mujeres.

F.—Temía que te sintieras a disgusto.

Z.—¿Por qué? Me ha acogido como a una hija.

F.—Sí, y eres como mi hija. A veces te veo alejada, despistada.

Los sentimientos sobran, las mujeres han de ser prácticas, los consejos de amor se posan en lo más hondo de un engranaje diseñado para las tareas domésticas. Amor es una voz inservible. Nadie, o casi nadie, contrae matrimonio por unas ideas románticas que solo se glorifican en los cuadros alemanes de David Friedrich. La ventura, la insolación, la salivación, la tortuosa carrera sobre las ascuas del quererse ansiosamente. Eso es el amor nocturno y matinal, gótico y emocional de los ardorosos jóvenes del XIX. Ese amor incontestable, denso, nibelungo, vivaz y cadavérico jamás traspasaría la férrea puerta de la tradición.

El filósofo Octavi Piulats publicó Para entender el amor pasional romántico. En boca del psicólogo Robert A. Johnson:

 

“El amor romántico en sí mismo constituye una paradoja. El amor romántico es una confusión profana de dos amores sagrados. Uno es el amor divino, es nuestra ansia natural de ir hacia el mundo interno, el amor que el alma tiene hacia Dios o a los dioses. El otro es el ‘amor humano’, el amor que tenemos a las personas, seres humanos de carne y hueso”.

 

En Pakistán, los amores concertados echan el cerrojo a las chispas de la pasión. Quizá, la pareja a la que el destino eligió se contente y vea en el otro una persona con similitudes, una pareja que ratifique la decisión tomada a sus espaldas. Quizá sea así. Lo más probable, es que la pareja se limite a desarrollarse como lo que se espera de ella, sin más: que tenga hijos, que tenga fe, que cumpla con las obligaciones de la ley islámica.

En un pasaje de Orgullo y prejuicio, el señor Bennet dice: Yes, yes, they must marry. There is nothing else to be done”. 

Más allá de las diferentes visiones del mundo arraigadas en antiguas culturas, y más allá de las perspectivas diversas que las mujeres se han dado en una basta comunión de etnias, y más allá de lo que la costumbre exija y obligue, lo cierto es que la mujer está sentenciada en muchos aspectos. Lo que haga o lo que deje de hacer, dentro y fuera de su voluntad, se considera de dominio del hombre. La mujer, supeditada al hombre, se mueve a su sombra, como una comparsa, y su fortuna y su destino caerá sobre el señor que la posea, que la tome y la requiera. Porque sí. Lo curioso es que bastantes mujeres que preceden a estas mujeres, quizá porque no han conocido otra cosa o quizá porque lo aprendieron de niñas, avalan la sumisión con el mismo fervor que hacen gozar al hombre.

Zahra se salió del tiesto porque tuvo otras posibilidades: sin ser mejor occidente que oriente, sí interiorizó que se explayaban las dimensiones de la habitación en la que hasta entonces había vivido encerrada. La convención de la ONU sobre la eliminación de todas las formas de discriminación de la mujer se dirige a ella: ·El mismo derecho para elegir libremente cónyuge y contraer matrimonio solo por su libre albedrío y su pleno consentimiento”.

En Barcelona, por primera vez, Zahra pisó una tanguería.

En Barcelona, por primera vez, fumó un canuto.

En Barcelona, por primera vez, se bañó en la playa.

En Barcelona estudió por su cuenta, hizo amigos, se rió con ellos porque ellos no suponían una amenaza. El hombre ha de tratar a la mujer de igual a igual. La mujer ha de ganar altas cotas de libertad en los espacios de su hogar. La lejanía de ritos, amuletos antagónicos, hace inútil cualquier comparación. A pesar de eso, el ideal de mujer universal ya lo sentaron los griegos. “Aparecieron las mujeres guerreras, tan bellas y feroces que eran un escándalo”, escribe Eduardo Galeano en la primera parte de Memoria del fuego (Los nacimientos). Y el ideal universal vale para el conjunto, para el ser humano en cualesquiera de las facetas en las que aparezca representado en la Historia. La mujer blanca o negra o virgen o malograda o versátil ha de ser respetada, con la misma consideración que la mujer de aquí o de allá, en la caravana tal o en el oasis pascual, en la franja o en la selva.

Se levanta el marido, los ojos aún clavados en el suelo, a medio gas, aguados.

Zahra le sirve una taza de té.

Es lo que se espera de ella.

Amir.—Hay que ir a comprar comino y patatas.

Zahra.—Sí, y carne picada.

El marido, como si oyera llover. Cuando acabe el té, se vanagloriará, se preparará y saldrá al lado de su mujer, acompañándola, porque a la mujer casada se le limitan los movimientos, por el qué dirán o el qué será de ella.

Zahra ha reducido su vida a eso, a programar salidas al mercado, a trescientos metros: regatear y sentir la brisa que corre entre los tubos de escape.

Por la tarde, en la casa, enfrascada en las tareas de limpieza, llamará a su madre cuando se vea sola. Y su madre le volverá a contestar sin lágrimas.

Aisha.—Hija mía, ¿por qué te quejas? Tu marido es lo primero ahora, procura que sea feliz.

La felicidad la inventó una bruja. ¿Qué puede significar algo que ella nunca experimentó con plenitud? Quizá, la infancia sí sea un terreno abierto al sol en el que se ha vedado la entrada al miedo. Quizá la infancia sea el primer y último reducto de la felicidad. En cualquier caso, ese sustantivo lo reservaron para la masculinidad. A las mujeres que se entregan al hombre no les está dado sentir o probar nada que pueda incomodar o incordiar al hombre. Si él es feliz, lo que le ocurra a ella está de más.

 6. Barcelona, mayo del 2014

“A mí me gusta el críquet”.

Los años pasan y las capas de cebolla de las estaciones se superponen. El Raval muta: la presencia pakistaní aumenta, al igual que lo hacen otros pueblos lanzados a la migración. Los grills se especializan en barbacoas de adana, kofte y sis tawuk. En algún establecimiento se ponen a la venta dátiles de Argelia y garbanzos blancos, alimentos ricos en minerales. Zahra se mueve como una sirena bajo el mar, se siente tan barcelonesa que pasa por una voluntaria olímpica, y su calle, Carretes, ya comienza a ser refugio, pese a que en muchos bajos se instalan alarmas de Prosegur (“Seguridad de confianza”) y Auservi Group (“Seguridad privada”).

En los centros municipales, adaptaciones teatrales, conciertos juveniles, títeres en miniatura, batucadas y talleres de grafiti.

En los cristales de vaho, los carteles publicitarios de i-Transfer Global Payments (“Tu país más cerca, la mejor manera de enviar tu dinero a Pakistán”) y MoneyGram (“Envío de dinero”).

En los bazares, desodorante Fa (“Descubre el fascinante mundo de Fa”), ventilador Philips (“Últimos productos”) y secador de pelo Sogo (“Since 1981”).

En la pared, el cartel: “Buscamos a Héctor. Es un pastor alemán, tiene nueve meses y es muy amigable con los humanos”.

Ya es una joven con edad suficiente para romper tabúes y hacer sonrojar a los inconformistas.

Zahra.—Quiero ponerme a trabajar.

Se lo dice a su padre, al que apenas ve porque la jornada laboral se alarga tanto que le da la vuelta al reloj.

Se apunta a un curso de cuidado de mayores que imparte la asociación Bona Voluntat en Acció (“Treballem per a la inclusió laboral i social”): “Desde 1997, trabajamos en el barrio del Poble Sec y alrededores impartiendo formación, promoviendo la inserción laboral y cubriendo las necesidades básicas de las familias más desfavorecidas de nuestro entorno”.

Le gusta atender a los viejecitos, le recuerdan a sus abuelos, a los que quiere con locura.

Por mediación de uno de los profesionales del curso, encontró un trabajo a su medida: acompañamiento en domicilio de un anciano, a lo que se añadían las tareas de aseo y ayuda a la movilidad, es decir, dar paseos por el parque y que haga rehabilitación.

Las agonías de la tercera edad nunca se explicaron lo bastante bien en las facultades. A las personas que por cualquier razón, por la previsible vejez, se sienten impedidas, se les ha de guiar en los actos y en las decisiones. Nada ya pueden hacer solas. Los ancianos que ya no pueden caminar, y los que se ven golpeados por la artritis, se echan a los brazos de Zahra. Ella les lava cuando hacen sus necesidades, les hace las friegas donde sienten calenturas, les incorpora en la cama para que los huesos no se resientan. Y se acuerda por ellos de las pastillas amarillas y de mil colores, para la tensión, para el colesterol, para la diarrea… Zahra estudió un cursillo acelerado, y les está regalando su don: el cariño y la dedicación, algo que no se puede encontrar con facilidad ahí fuera.

Una vez, una señora casi se le cayó al suelo.

Una vez, un señor casi se le queda sin respiración.

Pronuncia frases amables, les dispensa los cuidados exquisitos, y ellos, agradecidos, la tratan como a una hija.

En el bar Tascafé de Barcelona (“Welcome to my world”) se coloca de camarera, y allí, tras la barra, sirve consumiciones y las cobra. Se le da bien las infusiones.

En la barra de bar se perciben los sinsabores de la vida, las personas platican sobre sus desencuentros, y alguno pasado de vueltas se echa a la bebida. Los bares de Barcelona nada tienen que ver con las teterías pakistaníes, puestos callejeros en los que se sacan sillas y se coloca algún almohadón. El primer día que Zahra entró a un bar fue para trabajar. Detrás de la barra aprendió a marchas forzadas los números, las correrías y las confidencias.

Una mujer con el pelo revuelto pide un carajillo y le habla de su marido indispuesto, en paro y sin solución.

Una mujer con el pelo acabado en una cola de caballo se pide una tónica y le cuenta los pormenores de sus amantes; aunque no utiliza este vocablo, lo deduce Zahra, porque tanto novio seguido la asusta. Al principio, Zahra pone cara de sorpresa, y en raras ocasiones se entromete en las vidas ajenas. Por mucho que le confíen, ella calla y atiende. Se le da bien la barra. La dueña tiene sus reparos al inicio, pero pronto se da cuenta de que una chica formal y recogida es mucho mejor que una animadora de serpientes. Así se le han ido pasando los días azules y los soles de invierno.

Alguien le ofrece un puesto de camarera de hotel en el Hotel Catalonia Barcelona Plaza, en plaza Espanya. Lo coge. Un sinfín de habitaciones que limpiar cada mañana. Comprueba que los hombres pueden llegar a ser muy guarros: colillas tiradas por el suelo, calzoncillos sucios en la terraza, cuchillas gastadas en el plato de ducha…

Con el carrito de limpiadora sube y baja, va y vuelve. Hace las camas, con esos nórdicos de los cuentos de Nils Holgersson. Corre las cortinas y abre las ventanas, así se airea el espacio.

Una vez, se encuentra un preservativo usado en el suelo.

Otra vez, las bragas rojas debajo de las sábanas.

Repone los jabones, y el lavabo lo repasa por si a su jefa le da por revisarlo. Se la explota como se explota a las kellys, cisnes negros.

Cansadísima, cumple con su cometido, fiel al espíritu que la posee: no rendirse y ser diligente y concienzuda en su labor.

También se apunta a un curso de pastelería, en el que trasiega con los remos del hojaldre para bogar por el mar de las milhojas.

Le encanta cocinar, le fascina, lo hace bien. Conoce a Karlos Arguiñano, sigue sus consejos. Le divierte el perejil, palabra que le cuesta pronunciar. En su país se entretenía mirando a las mujeres cómo sajaban el pollo y despiadadamente lo volvían amasijos triturados. Opina que en España la cocina es exquisita, aunque demasiado seria y protocolaria, en el sentido de que las recetas pecan de laboriosos ingredientes y excesivas indicaciones.

Zahra ha hecho todas estas cosas: camarera, pastelera, limpiadora… Ahorra dinero, contribuye en la casa, es responsable. Confía en los demás. Demasiado.

El padre se queja porque salga a la calle: “Mente cerrada”.

“Me gusta aprender cosas, soy lista, cojo cosas”, asiente ella.

Habla siete idiomas. Además del urdu, el panyabí y el saraiki, las siguientes lenguas: inglés, castellano, rumano, italiano.

En urdu, lo siento se dice así: maaf kii dschiye ga.

En panyabí, lo siento se dice así: mainnu maaf karo.

En saraiki no existen los matices.

En italiano, buenas noches se dice buonanotte.

En inglés, asylum significa asilo y manicomio.

En rumano, buenos días se dice así: bună ziua.

El castellano lo va perfeccionando cada día.

Se ha de enfrentar al catalán.

 

7. Gujranwala (Pakistán), 5 julio del 2018

Si él es feliz, lo que le ocurra a ella está de más. 

La repetición interminable de los días causa en Zahra los mismos estragos que el cloroformo de los hospitales. Desde los primeros rayos hasta que se acuesta, sirve, se resiente y se desvive por el marido. El hombre. Los hombres. En Pakistán los hombres son buenos y son malos, son altos y son bajos, son agradables y desagradables, como en el resto del mundo. Pero, en provincias, los hombres son más conservadores de lo que en ellos cabe. O no les riega bien el cerebro o se jactan de la pureza de su dogmatismo. Se emparentan con los talibanes, pero no con los talibanes yihadistas con el kalashnikov al hombro, no con esos soldados a los que Robert Fisk entrevistó en los artículos que configuran La gran guerra por la civilización, colosal en sus retratos: “Según se decía, encontraron a su amigo –el ahorcado– con un aparato GPS, suficiente para condenarlo por espía estadounidense. Su destino, por supuesto, es importante para nosotros. Es una prueba más de la crueldad de los talibanes, nuestro enemigo en la guerra por la civilización, de su falta de misericordia y de su desesperación”.

Si Amir se levanta, Zahra se levanta, un perrillo adiestrado para obedecer. Si Amir alza la voz, Zahra está entrenada para callar, subyugada ante el poder inmenso de su Dios. Si Amir la aparta, Zahra se minusvalora: siempre, la culpa será de ella. Y si Zahra sale de la casa, el hombre la seguirá, temeroso a lo mejor de que el camino que emprenda la mujer no incluya el camino de retorno. Las muchachas pakistaníes, en la era de internet, piensan por sí mismas y se enfrentan, valientes, a los postulados. Si Zahra supiera bailar, le pediría a April Showers que tocara algo, y sus sandalias se moverían al ritmo del swing, con ese cosquilleo sempiterno que la hace reír, abierta, abundantemente. Si Zahra fuera un bien inmaterial, desearía ser un misterio, algo que se aprende pero que no se apresa, le gusta jugar y desvestirse. Ella no ha elegido la vida de casada, y menos la vida establecida de buena ama de casa que calienta el té a cualquier hora. Si Zahra jugara al parchís, jugaría con las fichas azules, y contaría mucho más de veinte, contaría tantas casillas como años que le quedaran. El hombre que inventó la maldad es el hombre que reprime, sin motivo alguno. Por eso se puede comparar al hombre pakistaní con el hombre de cualquier rincón. “Son de mente estrecha”, reforzará Zahra, dando a entender que poco se puede cambiar cuando el cambio no es bienvenido. Según ella, tienen ese aspecto estaliniano que adivinó Picasso en el retrato que le hizo al dictador soviético: mentón, mechones, ojos impenetrables y demasiado afilados, como a punto de cortarse con una navaja, los mismos ojos surrealistas de Un chien andalou. Seguramente, se les reprocha falta de cultura, pero eso es un cliché. La cultura la puede tener hasta el inculto Sancho. Y la religión no es excusa: el Corán es un libro de estudio, como también puede ser un libro para deleitarse (“Los hombres que condenan es porque no comprenden”). Incluso un libro de citas en Pinterest. Y puede ser un fascinante viaje espiritual. La religión nunca es excusa. El hombre interpreta las palabras en función de las palabras que ya tiene. Si en su vocabulario resuena el insulto, la conspiración, la envidia, sus pensamientos se llenarán de impureza: el hombre será tal y como se dicta.

Pero si el hombre se nutre del idioma del amor, en su mente los actos amorosos tendrán su acomodo.

Encontrad la palabra justa y se convertirá en una justa acción. Hallad la manera de dialogar con los semejantes y se abrirá un camino extenso. Caerá una lluvia fina y prolongada.

El talibán se rodea de acólitos que hablan el idioma de la autoridad. El talibán no es exclusivo de ningún país. Los hay en Afganistán, en Pakistán y en Israel. En Japón, en Honduras y en Alemania. Lo sorprendente es que en Barcelona los talibanes se mueven a su antojo, de eso se dará cuenta Zahra muchos años después.

El talibán de Zahra es su marido.

El talibán de Zahra pronto tendrá más hambre.

El talibán de Zahra le zurrará.

Y las mujeres que convivan con Zahra serán tan culpables como la mano del hombre que azota y lastima. Las mujeres también pueden ser mujeres talibanas, incluso más que los hombres.

Ellas se visten con los algodones crudos procedentes de la China. Y se mueven imperceptiblemente, como fantasmas en la oscuridad. Ellas caminan con el secretismo de las momias, vigilantes aun aparentando ser indiferentes. Ellas lavan la ropa, ellas baten las alfombras, ellas se abren cuando el hombre las obliga. Y ellas callan, tal la Nieves de Los santos inocentes: ver, oír y callar. Ellas renacen de la fuerza que al hombre le falta, y ellas engendrarán los hombres que mañana someterán a otras mujeres. Ellas no lo verán así. Como sus esposos, dirán que es cultural, que los hombres son buenos como pueden ser malos, que si ellas consienten lo hacen por afección, que las cosas han sido siempre así y así han de continuar. Ellas se aferrarán a lo antagónico: que no se puede mover lo que nunca se alteró. Que sus padres, y los padres de sus padres, han cumplido con las leyes antiguas, y que las permisiones que a los maridos se hacen deben de venir de las bendiciones de los dioses de los padres, y de los padres de los padres. No hay más dios que Alá. Y Mahoma es su profeta.

Así, la suegra de Zahra la atará en corto: la espiará por las estancias, en el quicio de la puerta y frente al lavadero. Se meterá en su cerebrito para leer sus pensamientos. Y sabrá qué pensamientos discriminar, porque perseguirá cualquier intento de apostasía. La sombra de Zahra, más negra que las pantallas, se colará con ella en los duermevelas, y esta sombra la mantendrá en un sinvivir.

El marido despierta esa mañana.

Se acerca a la salita.

El té humea.

Le dice a Zahra:

Amir.—¿Tienes dinero para prestarme?

Zahra.—¿Dinero? ¿Cuánto necesitas?

A.—Poco, no te asustes.

Z.—¿En qué andas metido?

A.—En nada, un amigo me ha pedido dinero y se lo voy a dejar.

Z.—¿Qué amigo?

A.—A ti no te interesa.

Z.—Si es mi dinero, sí que me interesa.

A.—A Malik.

Z.—¿Para que lo quiere?

A.—¿Me lo vas a dejar o no?

Z.—¿Es que tú no tienes nada?

A.—Malik tiene una deuda con el banco, el negocio le fue mal.

Z.—¿Y tienes que taparle tú los agujeros?

A.—Son diez mil rupias lo que necesito.

Z.—Esa cantidad me costará conseguirla. Tendré que vender el oro.

A.—Luego te acompaño al bazar.

Z.—Y ¿cuándo te lo devolverá? Eso es todo lo que tengo.

A.—Le han dicho que si salda las deudas con el banco podrá seguir en el terreno, se repondrá.

Z.—Por favor, ese es el único capital con el que cuento.

A.—Qué llorica estás hecha…

Zahra le da la espalda. Se sacia y se dirige a la habitación. Entre sus pertenencias, joyas de oro que empeñará. Collares sin valor sentimental.

 

8. Barcelona, septiembre del 2014

Se ha de enfrentar al catalán. 

La Barcelona del 2014 se puede enmarcar, como recién salida del fotomatón: borrachos, en bolas y con la espalda quemada. La Barceloneta estalla y los vecinos salen a la calle. La activista Ada Colau se beneficiaría de ello, políticamente hablando.

En la Barcelona del 2014, Zahra ya frecuenta sitios que antes tenía prohibidos. Con alguna amiga, sale cuando le apetece; a su madre la puede convencer, y su padre trabaja tanto que no se entera de lo que hacen los hijos.

Zahra quiere tener su propio sueldo, contar con un dinero propio, contribuir en la economía doméstica.

Vuelve a emplearse como camarera.

Le va bien en el bar Tascafé, ya conoce a la clientela por su nombre, y simpatiza con alguno de ellos. La dueña del local la convence para que también le limpie la casa, cerquita. Desde que sale el sol hasta que la luna sale, Zahra pone cafés y friega platos, ordena y adecenta.

La patrona, Carla, le enseña dónde dejar los utensilios de limpieza. Tres habitaciones, cocina, baño y salón. En una de las habitaciones, el hijo de Carla se pasa las horas tendido en la cama. Fuma porros, conectado al ordenador portátil, un apéndice más de su cuerpo. Si esa persona pudiera renacer en un animal del zoo, sería un ñu, con la mandíbula salida, la cara ancha y los pómulos carnosos y rojizos. Aun así, su delgadez extrema asusta a Zahra, y le conmueve en él la fragilidad de la cantante Birdy (Deep end).

Un día en el que se lía con los cacharros de cocina, el chico, Manuel, sale de su cobijo.

Manuel—Hola.

Zahra.—Hola.

M.—Tú eres Zahra.

Z.—Sí, ya nos presentó tu madre.

M.—¿A qué te dedicas?

Z.—Trabajo en el bar.

M.—Sí, ya sé eso, pero digo, ¿qué haces aparte de estar aquí limpiando? ¿Estudias o algo así?

Z.—No, acabé los estudios.

M.—Yo empecé la carrera de Filología Española, y lo dejé.

Z.—¿No te gustaba?

M.—No estoy hecho para estudiar.

Le ofrece una calada.

Z.—No, gracias, no fumo.

M.—Una chica sana.

Z.—Y tú tampoco deberías meterte esa mierda.

M.—Esto es sano, ¿no lo sabías? Natural, sin química ni mandangas.

En la cocina, el ruido de los potes al chocar contra la pica ensordecen cualquier voz. El chico, Manuel, la mira sin decir ni pío. Pasados unos segundos, ella interviene.

Z.—En lugar de estar ahí parado, te podría dar un delantal.

El chico se ríe y se da media vuelta. Se encierra en la habitación.

Zahra ha crecido con unos valores bien sólidos: el trabajo libera, dignifica. Para ella, uno de los peores pecados podría ser la holgazanería.

No se ha llevado una buena impresión del joven.

Pero le parece mono.

Ni por todo el oro del mundo probaría el cannabis.

Nunca digas nunca jamás.

Cuando llega a casa, Zahra apenas tiene ganas de hablar. Su madre le pregunta cómo está, qué tal ha ido el día. Ella hace un mohín con la cara, ausente, como si estuviera en un safari en Tanzania y el crepitar de los leños en la hoguera nocturna la hipnotizara.

Su hermana la chincha, pero Zahra no responde. Está demasiado cansada, El reino de los cielos se rodó en la cama.

Al día siguiente, se levanta igual de fatigada. Por mucho que madrugue, no consigue coincidir con su padre, que siempre la aventaja para ir al trabajo, el valor supremo en la familia.

Uno de esos días, da un paso más el chico mono, que sigue fumando porros cuando su madre se encuentra a cargo del bar.

La corteja. A su modo, la pretende.

Zahra está sacando las figuras, los calendarios y los marcos del mueble central, limpia el polvo.

M.—¿Tú eres musulmana?

Z.—Sí, ¿por qué me lo preguntas?

M.—Nunca había conocido una chica musulmana.

Z.—No nos comemos a nadie, ya ves –sonríe Zahra, que tose porque los ácaros se le están subiendo a la cabeza. El mueble no había sido limpiado a fondo desde hacía cinco años.

M.—Y no había conocido una chica musulmana tan guapa.

Zahra se ruboriza, pero no se echa atrás. Se ha espabilado tanto, que a veces tiene que guiar a su madre por el nuevo mundo del Raval.

Z.—Qué bobo eres.

M.—De verdad. Además, me gusta el trapo ese que lleváis, a ti te queda muy bien.

Z.—Gracias, es el velo.

M.—Eso.

Z.—¿Tú no estudias o haces algo? Siempre te veo aquí, fumando eso…

M.—¿De verdad que no quieres una calada? –le pregunta con precaución, intuyendo su enojo.

Z.—¡Nooo! –le grita, más que enojada, extrañada de que pueda ni siquiera plantearse la pregunta.

M.—Ya te dije que empecé a estudiar pero que no era lo mío.

Z.—Sí, pero algo harás…, ¿no?

M.—Por ahora, estar aquí. Y jugar a la consola.

Z.—Yo no sé ni qué es eso…

M.—Un aparato para los videojuegos…

Z.—[Le corta] Sí, sí, estaba exagerando. Quiero decir que en mi vida la he usado.

M.—Y de tanto en tanto me sale algún trabajillo, de informático.

Z.—¿Sabes de informática?

M.—Me las apaño, a veces alguna amiga de mi madre, alguna clienta del bar, me llama para que le arregle el ordenador. Ni te imaginarías lo nulos que llegan a ser algunos. Yo no es que sea un Bill Gates o un Steve Jobs, pero sé conectar los puertos y sé qué es una fuente de alimentación. A veces doy por hecho que está estropeado el disco duro y lo que ocurre es que se le ha salido un cable o algo así de tonto. Yo les cobro igual.

Z.—Y ¿se gana bien?

M.—Lo suficiente para comprarme esta mierda como tú dices –le canturrea, haciéndose el interesante, aunque bastante perdido en realidad. Le gusta la chiquilla, y ahora mismo es Tom Hanks intentando partir un coco en Cast away.

Sube la madre de Manuel.

Se rompe el hechizo.

Carla.—Zahra, te pago este mes. Toma, lo prometido.

Le da trescientos euros. Todo un mes, incluidos sábados, trabajando en el bar y en la casa por solo trescientos euros.

C.—Sé que es poco, si hacemos más caja el mes que viene, te podré pagar más.

Zahra dirá para sí: “Buena conmigo, superbuena contigo. Mala conmigo, mala contigo”.

 

9. Gujranwala (Pakistán), 20 de noviembre del 2018

Collares sin valor sentimental.

Viene de un mundo mediocre. Su afición por los juegos le puede, adicto a la nicotina de las apuestas. El hombre que no sabe endulzar se pierde en el trayecto. Le pueden los prontos a Amir, con dedos que asemejan espolones, tan gallito.

Amir, el marido de Zahra, llega a la casa. Directamente busca a su mujer, la reprueba, la acusa, la solivianta.

Amir.—¿No habrás salido a la calle?

Zahra.—No, yo nunca salgo sola.

A.—Me dijo mi madre que ayer fuiste al mercado.

Z.—Tenía que comprar y tú no estabas aquí, tú nunca estás aquí.

Normalmente, en estos meses que han transcurrido desde la boda, las espadas han brillado, pero la sangre nunca ha llegado al río. En este caso, por el qué dirán, por lo que le han dicho, por lo que puedan decir, Amir se enfurece sin motivo. Nunca hay motivo para hacer el mal, y el bien nunca es suficientemente complacido. Amir, con el conjunto de dos piezas de algodón cosido, se mueve en círculos, en la manera contraria a como lo haría el actor Gene Kelly en Un americano en París. El Sena no corre por Gujranwala.

Se impacienta, se molesta, cualquier cosa le saca de quicio.

A.—No me mientas, no quiero que seas la comidilla de…

Z.—No te miento, ¿por qué me vigilas tanto? ¿Por qué dudas de mí?

A.—Porque haces cosas a mis espaldas.

En la cámara, amplia y de espejos dorados, las voces se amortiguan en los cojines cuadrados, voces estampadas con la agridulce grosella de la sospecha.

A.—Abbas me ha dicho que te vieron también hablando con unas mujeres…

Z.—El mercado es grande y exaspera si vas con el tiempo justo. Me gusta charlar con las vecinas…

A.—Tú no tienes que hablar con nadie.

Z.—¿Por qué no?

A.—Porque yo te lo digo.

Z.—Y ¿qué razón es esa?

A.—Porque soy tu marido.

Z.—Y…

Es entonces cuando las palabras muertas se caen al pozo de los deseos. Amir le da un tortazo en la cara. Zahra se queda de piedra. Jamás la habían pegado. Su padre nunca le había puesto la mano encima. Con su suave mano sobre la rojez, agacha la cabeza, a punto de estallar.

A.—Te lo has buscado.

Zahra no responde, no le sale nada. Quebrada la voz, tuerta y mortecina, sus ojos también la han abandonado. Mira al suelo. Se mira las sandalias. Se mira sin ver. Dos montes griegos son sus ojos. La tonada de los anillos de pandora. La casida lorquiana del llanto.

Z.—¿Por qué me has pegado?

A.—Te lo has buscado.

El hombre sale de la pieza llevándose en volandas la blancura de las paredes, los tapices, el verde oscuro del otoño, como si el entorno se hubiera esfumado por arte de birlibirloque, como si un cólico gravitacional hubiera saqueado las pertenencias de la felicidad, ese concepto que inventó una bruja. El tigre al acecho. Las garras que atacan. El pulso acelerado.

No le duele. Le angustia el hecho de que su marido haya convertido el amor en una transacción. Esta sería la primera vez que Amir la maltrata. No sería la última.

El amor ha mutado y adquiere la forma de los látigos, veloces, infernales, con chasquidos como portazos.

Harta de los reproches y de las hostias, que cada vez se repiten con mayor frecuencia, llama a su madre, un día en el que cree estar a salvo. La madre, Aisha, la tranquiliza, pero no la disuade. Zahra quiere escapar.

Aisha.—Tú estás loca, no hagas eso. Tú tienes que aguantar. Todas nosotras hemos pasado por lo mismo [miente], y a todas nos han vejado de una forma o de otra. Tú eres fuerte, estas cosas son normales, los hombres son así, les tienes que perdonar, muchas veces no saben contenerse, pero él te quiere, seguro, y tú debes hacerle feliz.

Confundida, Zahra no soporta que le cause daño la unión con el otro: si el matrimonio representaba la naturaleza del hombre más bárbaro, preferiría haberse quedado soltera.

Otro día, llama a su padre y le explica lo que le ocurre y lo que la desvela. Su padre, Ahmed, le quita hierro.

Ahmed.—Hija, no digas eso, no será para tanto. Amir es un buen chico, conozco a su familia, no debes deshonrarle con estas opiniones tan insidiosas. Tú tienes que aguantar, eres fuerte. En los matrimonios pasa de todo, pero lo debes ver como algo normal, tampoco hagas un mundo de esto.

Zahra ha tirado la toalla.

Pone la otra mejilla.

Incurre en contradicciones: ha aprendido a normalizar el insulto.

Su madre y su padre coinciden: que apechugue con lo que le venga, que sea sumisa, que le contente.

Cinco meses más tarde, Zahra, la preciosa Zahra, está encinta. Espera un bebé. Lo intuye. No solo por las faltas, sino por el sexto sentido que a la mujer le es dado. Esa luz milagrosa que embellece y que solo es perceptible por quien mira de frente, en calma.

Resuelta, Zahra da gracias a Alá y, a la vez, teme la tiranía del padre. No hay semana que no pase sin moratón, agrietadas las ilusiones. Le duele el engaño, la sinrazón, el despropósito. La paliza se ha convertido en norma. Y el bebé que espera la trastoca. ¿Qué será de él en una vida de políticas duras? ¿Cómo se dirimirán los pleitos, las discusiones de pareja, si el poder dominante subyuga al débil? El analista Xavier Giró parafraseó a la investigadora Idoia Camacho: “El poder es la capacidad de obtener obediencia de otros”.

Se consuela cantándole la nana de un lugar mejor que el que ella ha conocido hasta ahora: “No temas, yo te protegeré de lo que venga, a ti nadie te podrá hacer daño porque tú eres el futuro, la semilla que crece, el viento que sopla, la llama que arde. No temas, y cuando crezcas y seas una mujer –serás niña, lo sé–, me cuidarás y me harás sopas y me acariciaras cuando ya no me pueda valer”.

No le ha dicho nada a Amir.

No quiere que lo sepa hasta que la barriga la delate.

No quiere que su marido la amedrente por cualquier motivo.

Le quema el pecho un veneno gaseoso con cola cuando piensa en el posible rechazo hacia la niña, porque será niña.

Amir quiere un niño.

Un niño que se llame Manazar.

Un niño.

 

10. Barcelona, diciembre del 2015

“Buena conmigo, superbuena contigo. Mala conmigo, mala contigo”.

Las piedras renegridas, con el polvo de estrellas de Olafur Arnalds, dan un toque de ciudad decadente. Barcelona, en invierno, atardece antes, y aunque nadie lo perciba, los edificios trocan su fisonomía, con un aspecto de castañas y funambulismo. Zahra pasea con Manuel, el hijo de su dueña, por los contornos de l’Eixample, con sus chaflanes de mendigo, su oferta de bocatas fríos y un sinfín de palomas mensajeras con los colores de los parquímetros. Ella, a su lado, se siente segura, indefinible, interesante. Él la pretende desde hace tiempo: le gustan sus ojos de mostaza, un marrón deliberadamente desvaído, y le gustan sus manos de marquesa, porque aun siendo manos obreras de criada y chica-que-limpia, las mantiene en el aire en una pose imperceptible de princesa escandinava, como esas figurillas heroicas y deslumbrantes de la factoría Pixar.

La pareja lleva días viéndose de manera furtiva. La madre de Manuel desconoce la atracción que su hijo siente por la empleada que le hace las tareas del hogar y que ocupa la barra del bar, el sustento de la familia. Él lo guarda en secreto, no quiere llevarse otra bronca más. Su madre siempre ha pensado en una mujer con clase para su hijo, alguien con carrera o de buena familia –de buena familia se puede traducir por familia con dinero–. Sin embargo, pronto sospechará: fuma menos su niño, se hace la cama, no salta a la primera. Un cambio lento pero sostenido en el tiempo le está haciendo madurar. Zahra afirmará que su influencia ha hecho que este chico descarriado se ponga en vereda. El amor, el fuego fatuo que hace arder el raciocinio y lo desarma. Manuel ya no es un untermensch, término con el que los nazis clasificaban a los pusilánimes, los soviéticos y los judíos, entre muchos otros. Ahora toca el piano de la sensatez o de la insensatez, porque se ha enamorado como un pajarito, la cabeza chiflada, loco de atar, lo que los anglosajones describen con el apelativo de birdbrain.

Pasean con los pies planos, estirando poco las piernas, como andando para adentro, reteniéndose y comiéndose los pasos, más pendientes de lo que dice el otro y de lo que el otro rumia. Caminan como si estuviesen escondiéndose, y el paisaje es nuevo aun formando parte del entorno habitual. Ella le estrecha con insinuaciones o provocaciones o preguntas sin salida y él se lo toma a risa, porque su principio no ha variado: mostrándose como es, será sincero consigo mismo. La calle Muntaner la bajan a paso de tortuga, sobre el pavimento de flores de Puig i Cadafalch. De tanto en tanto, el roce de la mano les electriza, descargando sobre ellos los rayos verdes de la poesía y la tormenta perfecta que Benjamin Franklin captó en América. De tanto en tanto, el roce se adueña de los dedos, y los dedos se entrelazan con otros dedos, y las dos manos, compactas, se atreven a enlazarse para seguir pisando los panots de Barcelona, que les llevan nadie sabe dónde, porque ni ellos lo saben. Se consultan, se entienden, conceden leerse los labios. Él nunca fingió que la distancia cultural les separa un mundo.

Nacido en Cataluña, Manuel ha crecido como un chico solitario, ligado a la tradición de la burguesía media baja, burguesía que hoy solo paga impuestos, lejos del esplendor.  Su catalán de nacimiento choca con el pobre castellano de ella. Zahra aprende con soltura, y algunas construcciones ya las ha interiorizado: “propera parada”, “tingui”, “si us plau”. Manuel la introduce en los romances occitanos, en lo que queda del amor brujo, en los dibujines de Pilarín Bayés. Le habla de una futura independencia lo mismo que le habla del Barça y lo mismo que le habla de la fortaleza del tejido industrial. Ella asiente. Sonríe cuando él sonríe. Se ensancha como un peón de ajedrez a puntito de convertirse en reina. Y le agrada que se preocupe por su futuro.

Zahra.—Te parecerá que soy idiota.

Manuel.—¿Por qué lo dices?

Z.—Sé que todavía me falta mucho para que no se rían cuando hablo…

M.—Yo no me río.

Z.—Sí que lo haces.

Entonces, sin ningún pudor, inconsciente o consciente, con el murmullo vesicular disminuido, se le declara:

M.—Yo te quiero.

Z.—¿Tú me quieres, de verdad?

M.—Sí, de verdad.

Zahra tiene su primer novio, y espera que sea el único. En los próximos días le atosigará para que formalicen la relación. Esperará de él una prueba suprema del amor incondicional, de la entrega absoluta al ser querido: que Manuel se plante ante su padre, Ahmed, y le pida la mano de ella. Anhela ese día con intensidad, el agua bendita de sus desvelos. Seguramente, abu se opondrá, al principio. Con insistencia conseguirá doblegarle. Zahra no es la niña perfecta como lo es su hermana, Saima. Respondona, tozuda, doliente cuando estalla, Zahra se ha enfrentado a más desafíos. No se arredra.

Manuel se deja llevar. Los días en los que Zahra tiene fiesta, él la espera en el portal de casa, por las mañanas, un pasmarote plantado en la esquina de la bocacalle, muerto de frío. A ella se le hincha el corazón cuando le contempla desde la ventana del cuarto, un caballero que cruza los valles y las ensenadas para brindarle su amor.

Saima.—Sé que estás saliendo con ese chico, os he visto.

Zahra.—No les digas nada.

S.—Se van a enterar, te van a matar.

Por ahora, vivir es morir con la misma historia, versión Camilo Sesto. Se enorgullecen de tenerse, se siguen en las redes, se entretienen mirándose. Zahra no le permite que se sobrepase, ni le da pie a ello. Algún piquito, pero los dedos… fuera. Quiere casarse.

Él la trae un ramo de flores, lirios y tulipanes en una cúpula de cristal eterna. El jacinto, el clavel y la orquídea le caben en el bolso, en el que también guarda un preservativo, por si se le va de las manos.

Se han encariñado tanto el uno con el otro, que el uno sin el otro se evaporaría, se evanescería, se difuminaría en un cuadro agreste sin fondo ni perspectiva.

Una tarde, Zahra y Manuel deciden reconstruirse religiosamente. Él sabe que la religión es fundamental para Zahra, así que van a visitar una iglesia y una mezquita.

En la iglesia de la Concepció se reclinan en uno de los bancos, atrás. Les acoge la Virgen, con su inmensa misericordia. Ancianitas por las que la guerra pasó se mueven con bastones de madera, seguras en ese espacio de recogimiento y prevención.

En la mezquita, se quitan los zapatos, se separan, porque la mujer y el hombre rezan desunidos, aun su comunión en el mismo credo. A él le sorprende la humildad con la que hombres con corbata y hombres con chilaba se humillan ante Dios, que no siendo el mismo dios que el suyo, es el mismo dios.

Z.—¿Dónde nos casaremos?

M.—Donde tú digas.

 

11. Gujranwala (Pakistán), 22 de febrero del 2019

Un niño que se llame Manazar. Un niño.

Amir lleva días en los que se comporta de manera rara. Se le ve confundido, más distante de lo habitual. El fósforo blanco de las palizas ha remitido. De tanto en tanto le pone la mano encima, pero no es como antes. A Zahra, la tripita se le empieza a notar. Ella ha dado el primer paso, antes de que los demás se le echen encima con el interrogatorio de cuartel.

Zahra.—Amir, estoy preñada, voy a tener una niña.

Se queda sin habla. Un segundo que es un campo de minas previene a Zahra. Respira, aliviada.

Amir.—Qué gran noticia, qué gran noticia. ¿Cómo sabes que será una niña?

Z.—Porque lo sé.

Amir la abraza y la besa. Ella se deja hacer. Si no son una pareja dichosa, algo se le parece.

Acto seguido, Amir vuelve a su estado: circunspecto, con cara de Émil Cioran. Zahra le observa con otros ojos, mucho más detectivescos. En estos días, y ya avisada la suegra de que espera su quinto nieto (“qué alegría, hija”), a ella la tratan con indulgencia, y nota que en las comidas no se le recrimina su desacierto.

Una prima de la familia del padre de Amir, Nina, visita la casa con más costumbre de la debida. Zahra pasa por alto el detalle, se convence de que las mujeres se suelen solidarizar con quienes alumbran una nueva vida. Nina cuenta con menos años, posee una mirada inteligente, de gacela precavida, y es amante de los vestidos caros, con brillantes de azul cobalto que parpadean en sus faldas.

Zahra y Nina se cruzan los saludos pertinentes, y la prima se interesa por su estado.

Zahra.—No noto nada, la verdad, aún tiene que crecer más.

Una tarde en la que Amir vuelve con prisas, Zahra le oye hablar por teléfono. Su esposo ha salido a la veranda para llamar a alguien.

Zahra se conoce ya los recovecos, sus celosías y las esquinas de los dormitorios como para pasar inadvertida. Se aposta junto a la ventana, pendiente de las palabras que su marido dirige a alguien muy íntimo, por lo que deduce.

Amir.—No podemos hacer nada por ahora, se daría cuenta.

Desconocido.—…

A.—Yo también lo espero, pero tenemos que ser pacientes, ninguna de tus soluciones funcionaría. Déjame a mí, yo he pensado en algo.

D.—…

A.—No, no lo sabe, aunque tampoco me importaría. Ya empiezo a estar harto de sus quejidos, y ahora está insoportable…

D.—…

A.—Tú lo entiendes porque eres una mujer.

D.—…

A.—Y ¿qué quieres? Lo hago lo mejor que puedo.

D.—…

A.—Cuando esté en España, podré gestionarlo, no pasará más de un año, pero sin su ayuda me sería imposible.

D.—…

A.—Vale, perfecto, te llamaré mañana entonces.

D.—…

A.—Yo también te quiero.

Amir cuelga el teléfono móvil. Contrariado, entra. Zahra aparta el visillo, inapreciable su sombra, una parte ya de su cuerpo.

Le gustaría saber con quién estaba comunicándose.

No le hace falta un sexto sentido para saber que trata con una mujer.

Desde entonces, Zahra se torna más sigilosa, una gatita asustadiza que merodea por dormitorios ajenos y que mira y remira mil veces a su alrededor.

Al día siguiente, una conversación parecida la dejará en vilo, intentando desentrañar de las respuestas las claves con las que poder armar un puzle.

Finalmente, a Amir se le escapa un nombre: Nina.

Su marido está liado con su prima. No hay duda: “Quiero estar contigo” es una frase que le aclara cualquier interrogante.

Zahra se castiga:

¿Cómo puede ser que haya sido tan tonta?

¿Cómo puede ser que no se haya fijado antes?

¿Cómo puede ser que, teniéndolo delante de sus narices, se le hayan escapado las evidencias?

¿Cómo puede ser que Nina haya sido tan vil?

¿Cómo puede ser que esta mosquita muerta esté medrando a traición?

¿Cómo puede ser que la muy zorra se la esté jugando?

¿Cómo puede ser que su marido sea tan cabrón?

¿Cómo puede ser que juegue a dos bandas el muy cretino?

¿Cómo puede tener a un capullo por marido?

Zahra se detiene. Está a punto de explotar. Se lleva la mano a la tripita. Se recompone. Acalorada. Rabiosa. Con ganas de llorar.

La cabeza le da vueltas. Ata cabos. Se para en conversaciones pasadas, como aquella en la que su marido le insistía en ir a Barcelona para conseguir los papeles: “Irás a Barcelona cuando tengas la niña, quiero que tramites con mi pasaporte el permiso de residencia. Y te pasaré otros documentos para que también los gestiones”.

Su marido maquina regularizar su situación en España, conseguir el número de identidad de extranjero lo antes posible. ¿Con qué objetivo?

Se enterará pocos días después: el muy ruin perseguía abandonar a Zahra en Pakistán una vez hubiera resuelto el problema administrativo del papeleo. Y se habría largado con Nina a España.

El día lo tendrá marcado a fuego.

Se ha dejado algo en la despensa.

No ha advertido que la puerta está medio abierta.

No sabe aún por qué razón, sus pasos la dirigen a la habitación de matrimonio, a su propia habitación. La suegra y los hermanos de Amir se han ausentado por la urgencia de una de las sobrinas, ingresada en el hospital por una indisposición.

Oye un ruido, el estertor, el rugido de un león.

Abre.

Y allí los ve, acostados. Él encima de ella, desnudos.

La ropa por el suelo.

Ella, con la boca abierta, gimiendo. Él, con la boca en sus tetas, magreándola.

Zahra se queda petrificada.

Le da un vuelco el corazón.

Cierra de golpe.

Recula.

Casi se cae.

Espera.

Se le hace eterna la espera.

El mecanismo de las mareas.

 

12. Barcelona, enero del 2016

“Donde tú digas”. 

El hermano menor de Zahra, Asif, se ha enterado de los amoríos de Zahra. Seguramente, la hermana, Saima, se ha chivado. Cuando Zahra vuelve del trabajo, de su maratoniana jornada en el café y en la limpieza, se topa con el semblante agrio del hermano. Saima no está, y Asif aprovecha para cantarle las cuarenta, en voz queda, para que la madre no les oiga.

Asif.—Sé lo tuyo con ese chico.

Zahra—¿Quién te lo ha dicho? [Repara.] Ya sé quién te lo ha dicho.

A.—No está bien lo que estás haciendo.

Z.—¿Qué estoy haciendo, a ver?

A.—Te estás viendo con este chico, no es pakistaní.

Z.—Ya sé que no es pakistaní, ¿y eso es algo malo?

Zahra ha crecido y se ha quitado los miedos. Abierta. Juiciosa. Concienzuda. No le teme a nada ni a nadie. Se ha ido abriendo camino, como una exploradora en el permafrost ártico, lejos de cualquier rompehielos que la socorra. Ya no quiere oír más sermones ni mostrarse como una mojigata. A su hermano pequeño le quiere, y por eso le tolera que la acose con sus ruegos y sus reconvenciones.

A.—Ese chico no es musulmán.

Z.—Se llama Manuel.

A.—No es musulmán.

Z.—No te preocupes, Asif, no pasa nada, yo tampoco soy católica, pero respeto las religiones, y ellas no están por encima de mí. ¿No lo entiendes, que no podemos renunciar a nada por la religión? Todo lo contrario.

A.—Como lo sepa ami le va a dar algo.

Z.—No tiene por qué saberlo.

A.—¿Tú crees que es tonta? Ella acabará descubriéndolo, al tiempo.

Z.—Me da igual, yo no estoy haciendo nada malo.

A.—¿Por qué no te buscas un buen hombre de los nuestros?

Se ríe Zahra.

Z.—No me hagas reír, por favor. ¿Qué tendrán de especial “nuestros hombres”? No hagas una montaña de esto.

A.—Tú te lo tomas todo a la ligera, pero vas a hacerle mucho daño a ami y abu.

Z.—No les voy a hacer daño, no es esa mi intención, y no tienen por qué ver algo malo en esto. Si ni siquiera le conocéis…

A.—Pero ¿no habrás…?

Cara de estupefacción.

Z.—¿Quieres decir si he mantenido…? Eso no es de tu incumbencia.

A.—¡Zahra, por favor!

Z.—¿Qué? No soy esclava de nadie, me puedo valer por mí misma y querer a quien me dé la gana.

A.—Pero ¿tú le quieres?

Z.—Sí, le quiero, y él a mí. Para tu información, ya hemos visitado una iglesia, y él ha pisado la mezquita.

A.—Abu se va a disgustar.

Z.—Abu no se va a disgustar, sois vosotros los que le pondréis en mi contra, tú y Saima.

A.—Solo deseamos lo mejor para ti, eso es todo.

Z.—Pues entonces, dejadme en paz.

A.—Sé consecuente.

Z.—Lo soy, dejadme en paz.

El amor cabe en un aparador. Y cuando es un amor verdadero, se expande y se extiende, vibra como las notas en las óperas de Sídney, onduladas, vertiginosas, escandalosas. El amor hay que cuidarlo, darle de comer y beber como si se tratase de una begonia. Hay que achucharlo, azucararlo y prestarle cualquier prenda, y nunca preguntarle por sus condiciones o sus límites o sus veleidades, porque renuncia a esas fronteras. El amor verdadero crece y se ennoblece al mismo tiempo, en una secuencia única que sobrepasa todo lo demás, porque está por encima de todo: de los zares, de los licores, de las erupciones…

Zahra ama a Manuel.

Manuel ama a Zahra.

Los dos se van confiando en cada uno.

A veces, Manuel acompaña a Zahra hasta su casa, en el Raval de Barcelona. También le ha comprado un teléfono móvil desechable, de esos con tarjeta. Para que las voces se llamen, aunque sea a oscuras.

Zahra.—Mi hermano me ha echado un rapapolvo, lo sabe.

Manuel.—Tú estate tranquila, tu hermano no te delatará.

Z.—Me da igual, no importa, estoy harta de vivir así, como si estuviese recluida. Ya soy mayor de edad.

M.—Pronto nos casaremos.

Z.—Cariño, ¿por qué no nos vamos?

M.—¿Dónde querrías ir? No tenemos dinero.

Z.—No sé, a otro país, a Francia, por ejemplo. Allí podríamos encontrar trabajo pronto.

M.—Lo mejor es que nos enfrentemos a nuestras familias. Sé que es lo más difícil, pero tenemos que hacerlo.

Z.—Mis padres no lo aprobarán.

M.—No digas eso, no tiene por qué ser así.

Z.—Créeme, están chapados a la antigua.

M.—Mi madre ya sabes lo que piensa, pero a mí no me afecta.

Z.—Tu madre habría deseado que te enamoraras de una jovencita barcelonesa con carrera.

M.—Mi madre busca su propio bienestar, no el mío.

Z.—Tu madre es una luchadora, no seas malo con ella.

M.—Ella montó el bar con el dinero de la separación, y algo que tenía ahorrado. Necesita tener ocupado el día entero, lo peor que le puede ocurrir es quedarse a solas consigo misma.

Z.—No es una mala madre.

M.—No, no lo es, pero ella nunca ha tenido tiempo para preocuparse por mí.

Z.—¿Por eso fumabas?

M.—No sé por qué fumaba.

En enero Zahra cumple años. En su día, la felicitan en casa.

Por la tarde, su hermano la llama desde su habitación, que da a la calle.

Asif.—Zahra, ven, mira.

Zahra entra en la estancia de su hermano. Mira hacia la calle. Los transeúntes revolotean como moscas, sin rumbo fijo y sin señales de cansancio. El día se desvanece, y las luces de las farolas se encienden, sincronizadas con los lazos rosas de las nubes.

En la pared de enfrente, alguien ha pintado con letras gruesas: “Feliz cumpleaños, mi amor”.

 

13. Gujranwala (Pakistán), marzo del 2019

El mecanismo de las mareas.

Ingrávida. Violentada. Somnolienta. Zahra se levanta por las mañanas para el rezo. Le duelen las costillas, alejadas unas de otras como carreteras secundarias. Siente los golpes de la noche anterior. Su marido estalló por una nadería. En el aposento cargó contra ella la ira de los energúmenos, en un pastizal de hostias con sabor a amapola. No recuerda qué le dijo. Sí recuerda qué le contestó él. Que si ella se creía superior, que si provocaba a los hombres en el mercado, que si le hubiera gustado que la follara otro. Ella reculaba, aovillándose como una gatita indefensa. Pero él le pegó una patada en el costado que casi la dejó sin respiración durante unos segundos. Luego se disculpó. Que la quería con locura. Que él no era así, que estaba aprendiendo a ser comprensivo, que a veces le podían los demonios, que le impedían ser bueno las tinieblas que le nublaban la mente. Que mejoraría. Que al día siguiente lo verían diferente. Que él la quería, reiteraba. Con locura.

Zahra se frota los ojos. Reza. Se apoya en una silla. Se palpa los huesos, apaleados. Acaricia la tripita. Ya se le nota. Seis meses. Se asea como puede. En la cocina, prepara el desayuno. El té consabido. Las tortas. La mantequilla. Unas pastitas de crema que la semana anterior compró su suegra, Fátima. La soberbia de su marido la ha maldecido, como un juramento sutil que ofreciera llamas y desgracias.

El marido, su primo, Amir, se levanta después de dos horas. Con los ojos legañosos y rascándose la papada. Anda como bebido. No le importan los modales, ni las abluciones ni las consideraciones. Se toca el paquete. Se suena con la manga de su salwar de algodón, sucio de recuerdos feos.

Ella le vierte el té en la taza. Acomplejado, él le indica con la mano, “basta”. Sorbe. Quema. Sopla. Sorbe. Se moja los labios. Se frota los ojos. La estudia. Zahra se siente agredida con la mirada. Cada vez soporta menos sus imposiciones, sus titubeos y el equipaje de puñetazos que trae consigo.

La inquiere de nuevo. Se apoderan de él los celos, conquistadores en las sombras de una jungla repleta de fieras. Otra vez con lo mismo: que si se ve con otros, que si le gustaría verse con otros, que si él no la hace feliz, que si cree que puede ser feliz con otros, que si gozaría si otro fuera el que la follara… Zahra no abre la boca. Se repliega, aborrecida. Se contrae. Palpita. Se siente intranquila.

Súbitamente, Amir se pone de pie. La coge de los pelos. La arrastra por el cuarto. Zahra grita. Saca las uñas, impotente. Se intenta zafar con ímpetu. Las mujeres de la casa la oyen desde sus dormitorios. Ninguna sale. No se inmiscuyen. Amir, fuera de sí, le da bandazos como si ella fuera un pelele, un monigote, un espantapájaros. Le arranca un mechón. La suelta. La deja tirada. Ronca, ella no ha dejado de chillar, que la suelte, que por qué, que yo qué sé. Que la suelte.

Entonces, Amir empuja el banco esquinero modulable, el sofá de seis piezas que encaja a la perfección en esa parte del salón. Y lo estrella contra Zahra, con tan mala suerte que le da en el abdomen. Ella siente un dolor agudo inclasificable, el caudal de algo negro que se le desprende de la carne. De manera automática se tapa el vientre con las manos, el instinto maternal de protección. Él se echa para atrás. Da tres pasos. Se apoya en la pared. Se mira las manos, como si estuvieran manchadas de sangre, porque la sangre que sale por el himen la reconoce. Ha perdido el bebé. Se repite: “He perdido el bebé, he perdido el bebé, he perdido el bebé…”. Inconscientemente, su pensamiento se hace palabra y se escucha a sí misma resguardándose de la muerte, certificándola: ha perdido al bebé.

El impacto ha sido letal. Zahra se desmayaría, inconsolable.

Horas más tarde, despertaría en el hospital más cercano, una mole de paja, de papel.

La calma la enfermera, con la piel color tabaco. La mima tanto como puede, porque entiende lo que le ha ocurrido sin tener más datos que nombre y dirección, edad y estado. El cielo de las guirnaldas se ha estrellado contra la realidad, las miserias.

Tendida en una cama blanca que es un farol encendido, con sábanas de lino curadas, Zahra llora sin llorar. Enrojecidos los ojos, las lágrimas no la cubren, asustadas. Se esfuerza en abrir la boca y preguntar, aunque no alberga esperanzas.

Enfermera.—Todo está bien, duerme, no pasa nada. Todo está bien.

La angelical chica la apacigua, la acuna con el frufrú de sus ropajes blancos.

Pronto se la llevarán. Los hombres de su familia la reclaman.

Un accidente. Sin más explicaciones, la dirección del hospital ha dado por buena la excusa. El hombre garantiza el orden. Nadie cree en nada porque el hombre nunca ha garantizado nada.

Desplomada. Vacía. Yerta. Zahra se ha consumido, y se ha desvanecido algo indiscernible: su ficción, la idea de un dios que la impulsa hacia adelante. Es como si una pulmonía la hubiese destripado, la hubiese secado por dentro, muerta y requetemuerta.

Amir entra en las dependencias hospitalarias, muy serio, arrepentido, ahuecando el ala. Nada más ver a Zahra se arrodilla frente a la cama, lacio, con el tórax apretado.

Amir.—Lo siento mucho, lo siento tanto.

En el fondo, él ha matado a su hija.

No ha querido saber Zahra el sexo del bebé. No le hace falta.

En la casa, arrastrándose con los pies. Desgarrada por dentro. La herida la ha dejado apática. ¿Qué sentido tiene la existencia cuando esta es un sinsentido?

Ha pasado una semana, que se ha hecho tan larga como un año o como una tormenta. Llama a su padre por teléfono. Nadie la oye.

Le cuenta lo sucedido con pelos y señales. Su padre enmudece, su educación sentimental no le deja mostrarse condescendiente con su hija. El hombre siempre será el hombre.

Zahra.—Abu, ¿no me quieres decir nada?

Su padre no quiere decirle nada, se ha quedado absorto.

Zahra esperaba algo semejante.

Llama por teléfono a su tía, en Barcelona. Se llama Mirza, serena, con unas ojeras de caballo por el trote de la vida; enviudó y tiró adelante a los tres niños, sola. La piel tersa, un poco aplatanada, con el viento estancado en los ojos, lagrimosos, como dos retenes en una noche fría de invierno.

La cobertura no es muy buena.

Zahra.—¿Me oyes, Mirza, me oyes bien?

M.—…

Z.—¿Has oído lo que te he dicho?

Le cuenta la historia entera, como a su padre. Le cuenta la agresión, la burla, el crimen cometido.

Jamás se habría imaginado que su tía dijera aquellas palabras.

Mirza.—¿Seguro que no te has provocado tú misma el aborto?

 

14. Barcelona, mayo del 2016

En la pared de enfrente, alguien había pintado con letras gruesas: “Feliz cumpleaños, mi amor”. 

No sale de casa. Los padres se acaban enterando de la existencia de Manuel, a quien se refieren como una cucaracha, un insecto indeseable que hay que apartar. Para colmo, él no es musulmán, no sigue los preceptos. Vergüenza. Haya. La madre de Zahra, Aisha, le quita el pasaporte para que no se vaya. No vaya a cometer una locura y se fugue con El Proscrito. El padre de Zahra, Ahmed, le arranca el teléfono móvil de las manos. Forcejean: “¡No puedes hacer eso, es mi vida!”. “¡Claro que puedo, estás trayendo la deshonra a esta familia! ¿Cómo te atreves?”. “¡Tú no sabes nada! –Suplica–: Por favor, devuélveme el teléfono”. “Vas a estar aquí encerrada mucho tiempo”.

Se le han caído las ilusiones, se está encerrando en sí misma, se seca los ojos, vaguadas. En su cuartucho, Zahra intenta remontar, aislada de los suyos. Su hermana, Saima, con quien siempre ha tenido sus reservas, se ha puesto en contra de ella. Y eso la ha acercado a la madre. Le dice: “Zahra, ¿qué locura es esa de que te querías casar con ese chico? Pero si no le conoces. No nos puedes dar ese disgusto”. A lo que le responde con una andanada de dardos: “¿Mis pretendientes tienen siempre que ser peores que los tuyos acaso?”. Le dice: “Yo me casaré en Pakistán, ya lo sabes”. Le contesta: “Y ¿por qué he de hacer yo lo mismo? Yo no soy tú”. Le dice: “No te reconozco, Zahra”. Le contesta: “Lárgate”.

La hermana ha roto su confianza. Si llama Manuel, se pone ella al aparato solo para alejarle. Le miente: que ya se ha casado. Silencio.

El hermano, Asif, se contenta con que todo vuelva a la normalidad, la normalidad de antes. Siendo el menor, él también vela por que las tradiciones se cumplan. Si Zahra se ha de desposar, que sean sus padres quienes bendigan el candidato.

Zahra se come el tarro. Aprisionada en las cuatro paredes de un habitáculo estrecho en un barrio que la ahoga. El Pequeño Pakistán puede llegar a ser tan atroz como el Gran Pakistán. Se extravía en el bucle del amor, del amor consentido por un lado, del amor de conveniencia por otro. Ella desea formar una familia con quien ella elija, que no le impongan a quién ha de estimar y a quién ha de perdonar.

Los padres de Zahra se comunican con la familia, allá. Deciden sacar a Zahra de Barcelona ahora que se están espaciando las ocasionales llamadas de Manuel, que ha tirado la toalla.

Zahra viaja a Pakistán con el hermano pequeño para poner tierra de por medio. Visita a la abuela, la madre de su madre. Les visita a todos. Su tío Imran le regala vestidos y joyas y pastas, y un cordero. Zahra reconoce el afecto que le profesan y no se le escapa que la intentan seducir con trapitos y hojaldres y curry para que se quite los pájaros de la cocorota. Durante ese tiempo, casi un mes, asiste a dos bodas de dos primos. Pero después de las bodas, cansada de reír, se echa a llorar, sola, sola, sola. Por ningún motivo en concreto. Por lo desgraciada que la están haciendo. Por ser mujer, lo más probable. Por ser una mujer lanzada a la que asfixian con las leyendas de la antigüedad. Cosas como la respetabilidad (izat). Cosas como que no haya alternativa al salwar qamiz. Cosas como no dejarse ver ni mirar por los hombres con descaro. De vuelta de Pakistán, del “país de los puros”, Zahra se informa de que murió la abuela.

Un tiempo muy triste.

“Tiempo muy muy triste”.

 

15. Gujranwala (Pakistán), mayo del 2019

“¿Seguro que no te has provocado tú misma el aborto?”

En los meses siguientes, Zahra sana las heridas físicas, pero las psicológicas continúan aún durante los largos tiempos venideros. Al principio, Amir ordena al resto de mujeres de la casa, y a sus hermanos, que extremen las atenciones con su esposa. Y así es. A lo mejor, por el sentimiento de culpa, procuran que esté a gusto, que se mueva lo mínimo posible, que no haga esfuerzos innecesarios. La tregua dura menos de lo pensado. Un día, el marido, sin venir a cuento, vuelve a las andadas: que por qué no se viste, que va medio desnuda, que si le gusta que la miren a hurtadillas cuando sale al patio… Debajo de la bata, Zahra lleva un camisón de luna, sedoso. Ella se tapa. Él no desiste. Carga las tintas. Se le va la mano. Enrabietada, Zahra le muerde un dedo. Y él entra en cólera. Se le hincha el estómago y echa espumarajos por la boca. Ella se revuelve, dispuesta a devolverle las patadas. En nombre de su hija muerta, no se deja amilanar otra vez. Se ha agotado, y precisamente por ello ya no le importa nada ni nadie. Amir la echa de casa. Zahra coge cuatro bártulos, se pone algún trapo encima del camisón, sin reparar en la cantidad de objetos de su posesión que abandona. Se pone el velo. Sale a la calle, fría y despejada, poco concurrida a esa hora. Zahra deambula sin rumbo fijo, escarmentada, inexpresiva, albiceleste. En el bolso y en una maletita pequeña, lo indispensable. Camina tanto que le empiezan a doler los pies. Ni una lágrima sale de sus ojos ni de su boca, precintada. Pasa junto al mercado, los puestos callejeros ya cerrados, y pasa por una gran avenida sin cementar, embarrándose hasta los tobillos.

Un joven en la treintena, con gruesas cejas y cabello engominado, conduce una motocicleta Honda de poca cilindrada, de las muchas que recorren los intestinos de la ciudad. Su nombre es Nadir, amigo de su marido, con quien queda de tanto en tanto para apostar.

Nadir.—¿Qué haces aquí, Zahra?

Ella no responde, impasible, una locomotora descarriada.

N.—Sube.

Sonámbula, Zahra se sube a la moto. Nadir se apiada de ella. La lleva hasta su casa, donde su mujer, Parisa, le prepara una infusión y le cura los cortes que se ha hecho en los brazos por la reyerta con Amir.

Parisa.—¿Cómo te puede hacer esto?

Silenciosa, melindrosa y cándida, Parisa le limpia las heridas, las venda, las besa. No la juzga, no le pregunta adónde iba, no quiere indagar en la desesperación que la mueve. Con su cercanía, le transmite la paz de espíritu que Zahra necesita. Acto seguido, Nadir llama por teléfono a la casa del marido, que seguro que la están buscando, alarmados.

N.—Sí, la tengo aquí.

El hermano de Amir se traslada en coche hasta la casa de Nadir y Parisa. Se disculpa por las molestias que su cuñada les está causando. Rápidamente la coge por el brazo, con delicadeza, y la mete en el coche. No median palabra. Zahra, con la mirada fugaz, atribulada, melancólica, ve las escasas siluetas que recorren los dédalos de calles de Gujranwala.

Cuando el hermano, las manos al volante, intenta rezongar algo, Zahra le acalla:

Zahra.—Tu hermanito lleva meses poniéndome los cuernos con tu prima.

El hermano estaciona el coche fuera de la casa, prefiere no meterlo en el garaje. Antes de cruzar el umbral, y en la penumbra, con el ladrido de los perros como testigos, el hermanito perfecto le da una somanta de palos a Zahra, así, de repente. La estampa contra la puerta y le da dos puñetazos en el vientre.

 

16. Barcelona, marzo del 2018 

Tiempo muy muy triste”. 

La madre de Zahra, Aisha, insiste, determinada, con el pánico de las habladurías en la nuca: “Cásate con tu primo, cásate”. Zahra, que no, que no transige. “Peleo por mi vida buena”. Al final, la presión es tan brutal que cede. Se casará con su primo, algo que la angustia. Se casará no con el hijo del hermano de la madre, sino con el hijo de la hermana del padre. Lo hace para hacer enfadar a su madre. Por eso, Aisha repudia a Zahra. La hermana, Saima, está encantada. Ella recibe los cuidados de la madre en un momento tan especial como es su boda. El enlace de las dos hermanas se producirá al cabo de una semana. A Zahra ni le compran el vestido de novia. Recelos. En el avión en el que la familia viaja desde Barcelona hasta Pakistán, el silencio impera, saturnino, hilado de una fibra espartana. Ni se hablan.

En Gujranwala, 18 de marzo del 2018. Vestida con el lehnga o la gharara, un traje carmesí de princesa, de brocados plateados, tan seductor como un sari de organza y perlado de lentejuelas janhvi kapoor.

Sola en la peluquería.

La boda de Zahra con Amir durará tres días.

“Estaba medio loca en la boda”.

Mira las bombillas. Zahra distingue una cabra de Chagall, una flauta, un sonajero, un patinete, un plátano.

A punto de decir que sí.

 

17. Gujranwala (Pakistán), finales del 2019

La estampa contra la puerta y le da dos puñetazos en el vientre.

Zahra dijo que sí. Y ahora está a punto de tirarse por un barranco. La familia de su marido, Amir, se le ha puesto en contra. Ella está sufriendo lo indecible. Por última vez, telefonea al padre, Ahmed. “Papa, me pega, me fui de casa”.

Por fin, el padre se traslada a Pakistán para ver a su hija. Abandona España apesadumbrado. Y lo primero que hace al entrar en la sala de la casa de Amir, grande y bien amueblada, es darle un bofetón a Zahra, delante de Amir y de su madre, Fátima.

Zahra enloquece.

Zahra se pinta la cara de rojo.

Zahra, alicaída, se pasa los días echada, empastillada.

Reacciona.

Por wazap, una amiga pakistaní en Barcelona le exhorta: “No digas nada, sonríe, pero sal de allí”. El marido le quitará el teléfono móvil. Sonríe. La seguirá a todas partes. Sonríe. Se inventará una excusa relacionada con los números de las copias compulsadas, la burocracia de la embajada española. Así será como el padre y el marido la llevarán en taxi al aeropuerto de Lahore, envuelto en la penumbra y la contaminación.

Zahra retorna a Barcelona.

 

18. Barcelona, 2022

A punto de decir que sí.

Zahra vive con sus padres en Barcelona. Su hermano, Asif, se casó y tiene dos niños. La hermana, Saima, se fue a vivir a Inglaterra con su marido pakistaní; recientemente han abierto un negocio relacionado con la telefonía. Zahra está separada “con palabras”, puesto que para legalizar el divorcio tiene que volver a Pakistán. Hoy se emplea como camarera de piso en un hotel, el H10 (“Experiencias”), en Ronda Universitat, de 8 a18 horas. Por la noche, con una compañera marroquí y una compañera española, Zahra reparte comida entre los pobres de los jardines de Rubió i Lluch, junto a la calle Hospital. Colabora con la asociación Nueva Vida (“Todas las personas merecemos una segunda oportunidad”). Trabaja también como traductora en la comisaría de los Mossos d’Esquadra, en la de la calle Nou de la Rambla (urdu y rumano, que aprendió por su cuenta).

“Un ángel me traerá un marido”, suspira.

Ayuda a las chicas que la llaman.

Por ellas, Zahra quiere montar un centro con máquinas de coser para arreglar ropa.

No hay día en el que no se acuerde de su bebé.

 

Agradecimiento especial a la presidenta de la Associació 

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