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Atroz, esto de vivir años y años en la sombra de la muerte

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Édgar Tamayo Arias vivió veinte años –si a eso se le puede llamar vida— con la condena a la pena capital pendiendo sobre su cabeza. Apelaciones iban y venían y el mexicano alimentaba la esperanza contra toda esperanza. Todavía la noche del miércoles, un recurso legal presentado a última hora aplazó la ejecución, durante tres horas, hasta que la Suprema Corte de Justicia avaló la decisión del juez texano.

 

Atroz, esto de vivir años y años en la sombra de la muerte. Nacido en el estado de Morelos, Tamayo Arias, acusado de matar en Houston a un policía anglo de 24 años, no tuvo asistencia alguna de las representaciones mexicanas en Texas y Washington hasta que, hace unos días, los medios se ocuparon de la tragedia y difundieron lo que ya era una noticia vieja. Entonces sí se presentó Relaciones Exteriores para hacer notar, sobre todo en la tele, su preocupación humanista y su solidaridad por Édgar. Palabras, palabras, palabras. Quizás lo peor fue la salvajada de una docena de gendarmes de Houston quienes, vestidos de civil y a bordo de motocicletas, se congregaron en las afueras del centro de ejecuciones de Huntsville para manifestar su alegría cuando el verdugo mató al mexicano. Texas es el Jalisco de los gringos: tierra de hombres muy machos y mujeres echadas para adelante. No iban a perdonar a un mexicano que mató a un guardia municipal de tez blanca. Pero no les bastó con aplicarle la inyección letal al morelense: durante veinte años lo tuvieron en la orilla del río negro. El pentobarbital, habrán pensado los texanos, es sólo el epílogo del verdadero castigo: dos décadas viviendo al lado de la dama de la oscuridad. La pena capital es un acto de barbarie: el Estado representa alegremente su papel de asesino protegido por la ley. Como si el ejercicio de matar hombres fuera útil para contener el delito. William Hogarth, pintor y editorialista gráfico en la Inglaterra del siglo XVII, publicó en un diario de Londres una caricatura que entró a la Historia: los carteristas despojando de la escarcela a los enfermos de mente y espíritu que gozaban viendo cómo delincuentes menores eran colgados. Hemingway usó como prólogo de Por Quien Doblan las Campanas estas líneas que escribió, hace varios siglos, el poeta y pensador inglés John Donne:”Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti”.

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