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Una sonrisa como cicatriz: Reflexiones sobre una corta vida en los Balcanes

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Javier Gutiérrez Lozano

 Cada vez que comienzo a hablar sobre los Balcanes, específicamente de la región a la cual a mí me gusta seguir llamando Yugoslavia (probablemente por nostalgia), lo hago de manera absolutamente inconsciente. Me refiero a sus calles y sitios, o incluso a su gente, como si el resto tuviese plena noción de lo que estoy hablando. Como apasionado del fútbol, probablemente haga referencia a algún yugoslavo de moda; cuando hablamos de música tal vez me escuchen hablar de Dugme, y si hablo de literatura, allí ya me perdieron. 

 

Pero es esa reacción de mi subconsciente la que me ha hecho entender que esa falta de comprensión del resto cuando de Yugoslavia hablo no es un fenómeno aislado. Es exactamente lo que sucedía durante los años de guerra en la década de los noventa. Mientras diariamente, entre 1992 y 1995, morían cientos de civiles diariamente en las calles de Sarajevo, y en 1999 la OTAN bombardeaba más escuelas y hospitales que objetivos militares, el resto del mundo escuchaba las cifras que venían desde muy lejos sin entender ni siquiera un poco. La posición de Occidente ante la guerra de Bosnia era exactamente la misma que mi gente adopta cuando hoy en día les hablo de aquel lado del mundo: absoluta incomprensión. 

Hoy en día me he acostumbrado a ello, pero yo no habría de haberlo comprendido sin vivir dentro de las calles de aquellas ciudades. Cuando la guerra de desintegración de Yugoslavia comenzó yo era un pequeño con puras ilusiones y nada aspiraciones, y poco comprendía de lo sucedido. No obstante, algo debió ocurrir dentro de mí que aquellas imágenes del asedio a Sarajevo se instalaron en mi conciencia de apenas cuatro o cinco años. Las imágenes de pequeños, tal vez de mi edad, con sangre en sus rostros y llorándole a sus muertos causó en mí una de las primeras interrogantes que me llevó a interesarme por un tema que me ha perseguido día a día durante más de veinte años. 

Después del mundial de Francia 98 y una espectacular Croacia que logró el tercer lugar del campeonato comenzó la guerra de Kosovo: misma región, algunos protagonistas repetidos, y misma incomprensión. El resultado fue sencillo. La llama dentro de mí se convirtió en hoguera y fue ese el momento preciso que empecé a estudiar –con mis pocos años y de forma autodidacta debido al difícil acceso a la información del tema– sobre todo lo relativo a lo que comprendemos como “las últimas guerras yugoslavas”. 

Seré conciso. La oportunidad de entender todo aquello, a pesar de los años de estudio individual, llegó una década después, cuando decidí abandonar mis estudios en México y concluirlos en Belgrado, la capital de todo aquel caos. Fue allí donde comprendí (o al menos intenté) qué era lo que realmente había sucedido en Yugoslavia, algo que difícilmente se acercaba a lo que yo y todos imaginamos. Fue allí que comenzó mi vida poética, ejercí mis días de periodista e incluso me mantuve muy cerca del mundo de la diplomacia. Pero de todo aquello no existía verdad más cercana que la que pronunciaban aquellas bocas que fueron testigo de los años de guerra y asedio. La investigación de campo me llevó a recorrer ciudades y pueblos a lo largo de todo el territorio de la antigua pero siempre añorada Yugoslavia.

De boca en boca comprendí el impensable poder de silencio del nacionalismo, los colores reales de la tragedia, los miles de nombres que acuña el dolor, y el verdadero significado de una guerra. Comprendí, en Kosovo y sus resquicios de violencia, lo que es comenzar a fumar para distraer al miedo, y por supuesto aprender a vivir día a día. Y después de un par de años sumergido en aquella tierra, que tanto me dio y tanto me ha dado, e incluso, después de decenas de textos y un libro de poemas dedicado a dicha tragedia, hoy, al escribir estas letras, entiendo cuál ha sido el mejor legado que Yugoslavia me ha podido regalar: me enseñó a vivir.

 

A veces, cuando mencionan la palabra Balcanes es inevitable no hablar de la guerra. Y aunque esa es una cicatriz que permanece (dice Benjamín Prado que “las cicatrices son golpes que no se olvidan”), cuando la gente me pide que les hable de aquellas tierras me gusta recordar que, en algún momento, Yugoslavia fue la cuna del rock en Europa Central y del Este. Les hablo de Bijelo Dugme y de su nacimiento en Sarajevo: es cuento que Točak de Smak fue mi vecino de apartamento en Bulevar Kralja Aleksandra, y que en cada rincón de Yugoslavia sonaba a la melodía de šetamo kroz grad, de Josipa Lisac. A los que gustan de la literatura les aseguro que Vasko Popa era uno de los mejores amigos de Octavio Paz, que la escritura de Danilo Kiš semejaborgiana, que Goran Petrović arrancó el techo de su apartamento para remodelar la vista, y que Sarajevski Malboro es uno de mis libros favoritos. 

Lo cierto es que poco podrán entender, y lo poco que hayan escuchado sonará más a un discurso de Milošević, a un estallido en Vase Miskina o al silencio que provoca Srebrenica. Sé que poco podrán comprender, pero yo no intento que lo entiendan. Yo prefiero que me escuchen y que sean capaces de mirar la sonrisa que en mi rostro se dibuja que cada vez que pronuncio “Yugoslavia”. Que sea esa, mi sonrisa, la cicatriz que guarde de aquellos años, de aquella tierra.

Javier Gutiérrez Lozano (Puebla, México, 1988) es poeta, traductor y periodista. Director editorial de Alcorce Ediciones, y editor de revista Reflejo en Belgrado y profesor de Literatura Contemporánea. Durante 2012 y 2013 elaboró 12 reportes para la secretaría de Relaciones Exteriores de la Embajada de México en Serbia. Ha impartido cátedra en las universidades de Belgrado y de Kragujevac en Serbia. Entre 2010 y 2013 realizó estudios de campo relativos a las guerras yugoslavas en territorios de Serbia, Croacia, Bosnia, Macedonia y la región de Kosovo. Es autor de los poemarios Vuelta al origen y otros poemas (2014), La magnitud de la distancia (2015) y No sólo lluvia (2015)

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