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Quema de Libros

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Libros de ayer y hoy

Teresa Gil

[email protected]

 

Impedir la construcción de escuelas es como la quema de libros que se realizaba en  las plazas públicas al grito de ¡muera la inteligencia!. El oscurantismo expresado de mil maneras en nuestro país, ahora se va contra quienes quieren subsanar el grave problema del rechazo estudiantil y  ofrecen destinar un porcentaje  de sus prerrogativas para invertir en universidades y escuelas de educación media superior. ¿Y quién se opone?, nada menos que una señora del PRI de apellido López Castro, cuya trayectoria cultural es desconocida y que como en el caso del señor  Omar Fayad en la cámara de senadores, cuyo curriculum cultural es nulo, aparecen en escena para imponer el index censurador. En buenas manos está la ciudadanía y en especial la juventud con esos especímenes propios de la edad media. Los argumentos son de tipo formal, pero esa formalidad no la vemos en las cabañas de varas que pululan por la sierra y en los lugares miserables y remotos del país, donde los escolares – entre obstáculos y rocas-, llegan a tomar clases. Resulta contradictorio, además, que en tanto se critica a los partidos por dilapidar en minucias el dinero de las prerrogativas que tanto cuestan al país, se censure cuando uno de esos partidos pretende hacer algo útil con ese dinero. Otro argumento es que las escuelas que se pretenden crear,  se pueden convertir “en semillero político”, el mismo que se usaba para quemar libros. El símil de esa negativa, la mencionada quema de libros, es parte de la historia negra de la humanidad y la lista es larga a través de los siglos, hasta llegar a la quema reciente  de 8 mil libros hecha por el estado islámico, en pleno 2015. Una de las más famosas e impresionante es la realizada en decenas de plazas el 10 de mayo de 1933, con  el repunte del nazismo en Alemania. Fueron quemados miles de libros entre cuyos autores estaban Brecht, Marx, Remarque, Hemingway, Gorki, dos de los Mann, Jack London y hasta los libros del mítico Bruno Traven, entre muchos. La hoguera de las vanidades se llamó esa barbarie, en recuerdo de la que ejecutaba el fraile dominico Savanarola en la Piazza de la signoria en Florencia a fines del siglo XV, para incinerar lo que él consideraba cosas malditas. Incluso en México se realizaron quemas de libros en concordancia con aquel acto, de parte de los nazis que vivían en la capital. Como metáfora usa el título el escritor estadounidense Tom Wolfe, en su famosa novela satírica, La hoguera de las vanidades ( 1987, Anagrama 2002), que después fue llevada al cine. Es un best seller que se adhiere a la línea de  los grandes narradores que desnudaban a una sociedad superflua, torpe, con gobiernos corruptos y autoritarios. Y es a  partir del entorno de todas las clases sociales, como Wolfe va exhibiendo también las miserias que yacen en todos esos ámbitos, gobernantes, magnates, abogados, periodistas, mujeres vividoras, líderes religiosos, la familia convencional, activistas, grupos sociales demandantes, etcétera. Cada quien incinerado en esa hoguera de vanidades que Wolfe hace larga y quemante y en la que desde luego no se incluye. ¡Como se extraña la prosa de Faulkner!. Pero Wolfe, encantador, todo un personaje ya envejecido – es de 1931-, recuerda los aciertos y los  muchos nombres de sus tesis que miles leyeron en El nuevo periodismo ( Anagrama 2012), mientras se ríe bromista, de todos esos trogloditas que emulan la quema de libros.

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