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Barack Obama: el hombre más allá del presidente

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Credit Luke Sharrett para The New York Times
El presidente Barack Obama se dirige a un helicóptero junto a sus hijas Sasha and Malia y algunas amigas para pasar un fin de semana en su residencia de Camp David.

  || NYT

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Siempre supimos que era capaz de mantener la cabeza fría cuando los demás la perdían y lo culpaban a él; lo supimos desde la crisis financiera de 2008, y en las fuertes y duraderas palabras que dio en el homenaje a los oficiales de policía asesinados en Dallas.

 

 

Lo que no sabíamos, lo que no se podría haber predicho de alguien tan joven y nuevo en la dura tarea de vivir bajo la mirada continua del mundo entero, era cómo sería Barack Obama en su papel de padre, marido y hombre.

Sin importar lo que se piense de él como representante del poder ejecutivo, es difícil argumentar que Obama, el ser humano, no ha sido otra cosa que un modelo de clase y dignidad. Si, como se ha dicho con frecuencia sobre los primeros negros en los deportes, se tiene que ser el doble de bueno para tener éxito, el comportamiento personal de Obama ha sentado un precedente que muy pocos presidentes habían alcanzado.

Lo vemos cantando “Feliz cumpleaños” a su hija Malia el día que cumplió 18 años el pasado 4 de julio, o entrenando a su hija Sasha en el básquetbol, y vemos cómo sigue viva su ambición de ser el padre que nunca tuvo.

Lo vemos coqueteando, cortejando o bailando con la que ha sido su esposa durante casi un cuarto de siglo. Si bien nadie sabe qué sucede en el matrimonio de los demás, no podemos evitar contagiarnos de parte de la felicidad de esa unión. Todavía terminan las frases del otro.

No es justo reconocer sus méritos como persona, su alta calidad moral, el hecho de estar libre de escándalos en su vida privada, solo porque uno de sus posibles sucesores carece de calidad moral, no tiene clase y viola cada nuevo límite de civismo cada vez que abre la boca. Si Obama se hubiese ufanado de ser infiel o del tamaño de sus genitales, si Obama hubiese hablado de querer cortejar a su propia hija y hubiese reducido a las mujeres a un número en una escala de atributos físicos, sería racista. Sin embargo, cuando Donald Trump dice cosas semejantes, nadie lo vincula al hecho de que es blanco —ni debería hacerlo—. La vulgaridad de Trump es única.

Aquellos que elogian a Obama por ser un padre o un esposo ejemplar para las familias negras no le hacen justicia. Es un modelo sin hacer énfasis en su color. No es cosa fácil haber pasado casi ocho años siendo el hombre más poderoso del mundo sin haber mancillado su cargo ni alejado a la familia. Obama lo hizo y le agregó un toque de estilo y humor, además del toque perfecto para ser el primero en ofrecer consuelo.

Al verlo nuevamente la semana pasada, cuando recobró el aliento por nosotros, cuando nos rogó que no permitiéramos que nuestros corazones se endurecieran ahora que el mundo está tan lleno de odio, nos ofrece su mejor cara cuando el resto de nosotros mostramos la peor.

Recordaremos durante mucho tiempo cómo cantó “Amazing Grace” en aquel funeral de las personas asesinadas como resultado de un crimen de odio en una iglesia de Charleston. También recordaremos bien cómo trató de enseñarnos el lado bueno de la emboscada a los oficiales de policía, asesinados también en un crimen de odio.

“Todos nosotros cometemos errores”, dijo. “Y a veces nos sentimos perdidos. Y a medida que envejecemos, aprendemos que no siempre podemos controlar lo que sucede, ni aunque seamos presidentes. Pero podemos controlar cómo respondemos ante el mundo. Podemos controlar cómo nos tratamos mutuamente”.

Las comparaciones históricas serán amables con él. Respetamos a John F. Kennedy por su talento y buen juicio, pero nos avergonzamos por cómo lastimó a su esposa con todos sus amoríos. Admiramos a Lyndon B. Johnson por su valor en lo que respecta a los derechos civiles, pero nos sen

timos abatidos ante lo realmente bajo que podía caer en privado. Valoramos a Ronald Reagan por su encanto y amistades entre la oposición, pero no podemos ignorar lo disfuncional de su familia. Con Richard Nixon, la Casa Blanca era una escena del crimen. Con Bill Clinton, fue un lugar de autocomplacencia monumental.

Lo memorable de Obama es que no se ha vuelto nixoniano ni inflexible: ha sido el único presidente cuya calidad de estadounidense se ha puesto a prueba, el único presidente al que se le ha interrumpido con un “¡Miente!” en una sesión conjunta del congreso. Y el desprestigio continúa: hace apenas una semana, Fox News mostró fotografías de un Obama joven que asistió a la boda de su medio hermano africano con un atuendo musulmán, prueba, dijo Bill O’Reilly, de los “profundos vínculos emocionales con el islam” que tiene el presidente.

Para Obama, mantener la cordura como persona pocas veces se ha traducido en triunfos políticos. El primer presidente afroamericano deja el cargo en un momento en el que más de dos terceras partes de la población creen que las relaciones interraciales son malas, un aumento importante comparado con los inicios de su presidencia.

Obama reconoció parcialmente su fracaso en Dallas.

“No soy ingenuo. He visto lo inadecuadas que pueden ser las palabras para lograr cambios duraderos. He visto lo inadecuadas que han sido mis propias palabras”.

En once ocasiones —Newtown, Tucson, Charleston, Dallas, por mencionar algunos de los escenarios de desesperanza— ha tratado de hacer acopio de palabras de aliento para sanar una herida. Si las palabras le han fallado a él y a nosotros, el hombre, en su comportamiento, no lo ha hecho.

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