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Cuando la Iglesia corrigió al Papa

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8 enero, 2017

Cuando la persona del Papa, en vez de ser voz de Cristo y su Iglesia, es la voz de sus personales ideas, de sus personales criterios, de sus pareceres propios, y los enseña, la Iglesia puede sentenciar negligencia en el deber del Sumo Pontífice de combatir el error. Esto, ni más ni menos, es lo que le pasó a Honorio I. 

 

El Sumo Pontífice tiene el “deber de anunciar a todos el Evangelio de Dios”, “mantener a la Iglesia en la pureza de la fe transmitida por los apóstoles”, confirmar en la fe y proteger a la Iglesia “de las desviaciones y de los fallos”, así como garantizar la posibilidad objetiva de profesar sin error la fe auténtica. El oficio pastoral del Magisterio está dirigido a velar para que el Pueblo de Dios permanezca en La Verdad (CIC, 882 y ss.).

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El Papa es un ministerio que está por encima de la persona, superándolo. Está encarnado, en cada momento, en una persona concreta pero supera a la persona. El Papa, en la persona que corresponda en cada momento, es uno con Pedro en Cristo. De tal manera que sus personales ideas, criterios y pareceres deben desaparecer; la persona concreta debe desaparecer. Su boca ya no debe ser suya sino debe ser la boca y persona de Pedro en Cristo. Su voz debe ser la voz de la Iglesia, no la suya personal.

Por eso, el Sumo Pontífice tiene el “deber de anunciar a todos el Evangelio de Dios”, “mantener a la Iglesia en la pureza de la fe transmitida por los apóstoles”, confirmar en la fe y proteger a la Iglesia “de las desviaciones y de los fallos”, así como garantizar la posibilidad objetiva de profesar sin error la fe auténtica. El oficio pastoral del Magisterio está dirigido a velar para que el Pueblo de Dios permanezca en La Verdad (CIC, 882 y ss.).

Cuando la persona del Papa en vez de ser voz de Cristo y su Iglesia, de la Tradición Apostólica, de la Doctrina y Magisterio infalibles; es la voz de sus personales ideas, de sus personales criterios, de sus pareceres propios y los enseña ya por magisterio ordinario ya por ejercicio pastoral ya privadamente; la Iglesia puede sentenciar negligencia en el deber del Sumo Pontífice de combatir el error.

Esto, ni más ni menos, es lo que le pasó a Honorio I.

La controversia

Hasta el siglo séptimo, la Iglesia estuvo sacudida por diversas controversias doctrinales, -en el caso que nos ocupa- de contenido cristológico: ¿cuántas naturalezas tenía Jesucristo? ¿qué relaciones había entre sus naturalezas y su única persona, Hijo de Dios? ¿Cuántas voluntades tenía? Se consolidaron dos facciones: la de los llamados católicos monofisistas y los católicos dogmáticos u ortodoxos.

Los monofisistas sostenían la idea de que Cristo era una sola persona con una sola naturaleza divina. Por lo tanto, la voluntad -que es una función de la naturaleza de la persona- en Cristo es una sola voluntad divina. Este campo lo componían buena parte de la Iglesia, especialmente oriental, del norte de África al Imperio Romano de Oriente, Bizancio. Por lo tanto tenían una gran fuerza religiosa y política, con todo un imperio dispuesto a defender estos postulados.

Por su parte, los católicos dogmáticos se aferraban a los cánones y preceptos doctrinales sostenidos en la fe de Nicea (325) y de Calcedonia (451), cual roca establecida en la vida de la Iglesia. Sostenían que en Cristo hay dos naturalezas, divina y humana no mezcladas y, por lo tanto, hay dos voluntades correspondientes.

Con una Roma en crisis y con un Imperio Romano Occidental que aduras penas intentaba recuperarse en diversidad de formas políticas, bien pocos se atrevían a levantar la voz contra las enseñanzas erróneas, e incluso heréticas, del monofisismo. Más aún teniendo en cuenta que desde Roma se auspiciaban intentos ecuménicos para lograr la unión de la Iglesia, aún a costa de la fe. Es en este punto donde entra el Papa Honorio I.

La decisión de Honorio I

El poderoso campo ecuménico estaba compuesto por relevantes príncipes de la Iglesia, entre los que destacaban: Sergio, patriarca de gran Constantinopla; Ciro, patriarca de la gran Sebastopol y seguidamente de la gran Alejandría; y el obispo Pirro, sucesor de Sergio en la sede Constantina; el obispo Baradai, de la gran Edesa; o el obispo Teodoro, de la gran Farán (La Meca). Detrás de ellos estaba el Emperador de Bizancio, Heraclio, dándoles soporte político. Éste emprendió una inmensa campaña de comunicación en contra los miembros del pequeño grupo defensor de “rocas dogmáticas”, campaña que encontró gran acogida tanto entre obispos y presbíteros como entre fieles de muchas diócesis de la Iglesia incluso occidental.

Una de las principales voces ecuménicas era la de Sergio, que propuso una vía intermedia -entre monofisistas y dogmáticos- mediante la idea de “evolución” de la doctrina. Discurrió que a consecuencia de la unión personal de las dos naturalezas, humana y divina, de Jesucristo, existe en él una sola energía, una sola voluntad y operación, una manera única de obrar. A esta doctrina se le llama Monotelismo.

Mediante esta fórmula, Sergio y sus seguidores ecuménicos creían que podían conseguir la unión del cristianismo y de nuevo la Iglesia volvería a estar reunida bajo el Papa.

Para llevar adelante esta hipótesis e imponerla en la Iglesia había que ceder en tres aspectos:

1) En los contenidos doctrinales: se admitía las dos naturalezas pero se apuntaba que, pese a ello, en Cristo sólo había una única energía y voluntad.

2) No realizar afirmaciones rígidas encerrándolas en esquemas pétreos. Esto es, se trataba de relativizar y hacer impreciso el significado de las palabras y su interpretación: los términos “energía” y “voluntad” se utilizaron y se contextualizaron de tal manera que, según el lector, podían interpretarse y referirse tanto al ámbito de lo físico como al ámbito de lo moral. Es decir expresiones como “unde et unam voluntatem fatemur Domini nostri Iesu Christi” y otras semejantes, podían interpretarse como referidas al aspecto físico –una única energía y voluntad- como al aspecto moral -la unidad moral de las voluntades de Cristo-. Esto es, cabían diversas interpretaciones.

3) Proscribir los términos “dienergía” (energía doble) y “monoenergía” (energía única) y utilizar otros términos -como “energein” o “energeia”- con la posibilidad de acepción múltiple -“algo operativo”, “ser operativo”- sin referencia directa a qué es ni al campo o ámbito en el que deben aplicarse.

Con estos tres puntos la cuestión queda abierta dejando lugar al discernimiento pastoral. Así cada obispo podría interpretar y aplicar la cuestión como creyese conveniente. Una diócesis podría enseñar una cosa y la diócesis colindante podría enseñar otra opuesta.

Es cierto que Sergio y su grupo reconocían que eran necesarias normas generales referidas a los conceptos ideales sobre Cristo pero, dado que humanamente no es posible abarcar a Dios, la formulación sobre su segunda persona encarnada tampoco debía ser tal que pretendiese abarcarlo absolutamente.

Sergio y su grupo también sostenían que los pastores no podían sentirse satisfechos predicando a un Cristo monolítico. Cristo mismo se presentaba como Pastor de cien ovejas, no de noventa y nueve. A todas las quería, luego la predicación sobre Cristo debía ser poliédrica. Éste era el camino para que la Iglesia pudiese salir de sí misma e ir a las periferias existenciales.

Por todo ello Sergio y su grupo insistían en que se debía renunciar a que la Iglesia quedase encerrada en cobertizos doctrinales, en la norma niceniana y calcedoniana, para volver a anunciar la esencia del Evangelio e invitar a la conversión. Este eje sería el asidero donde todos podrían agarrarse y, por vía caritatis, entablar una unión fraterna de todos los grupos en el seno de la Iglesia.

Sergio decidió presentar su propuesta al Papa Honorio I. En su escrito a Honorio, expuso una relación de sus esfuerzos ecuménicos por lograr la unión, su hipótesis teológica –elevada a tesis- y el apoyo de las iglesias locales y del emperador Heraclio. Al mismo tiempo, insistía en que se aceptaban las líneas generales del Concilio de Calcedonia. Por último, dejaba caer que lo único que faltaba para lograr estos objetivos era la adhesión del Sumo Pontífice a estos principios, elevando a teoría confirmada papalmente la tesis -que se ha dado en llamar- monotelista.

La cosa parecía pintar bien para las intenciones de Sergio y su grupo, pero no contaba con que en la Iglesia todavía quedaban –aunque pocos- algunos obispos valientes que levantaron su voz contra estas pretensiones ecuménicas, contra la inexactitud y doblez discursiva, contra la licuación y adulteración del dogma, contra la falsificación de la fe. En este grupo de valientes destacaron dos religiosos: Sofronio, patriarca de Jerusalén; y el monje Máximo, que había sido secretario del emperador Heraclio. Estas dos valientes voces pronto ganaron adeptos y múltiples voces se empezaron a oír contra las intenciones de Sergio y su grupo.

Esta situación empujó a Sergio a incitar a las más altas instancias de la Cristiandad a que interviniesen y lanzasen una advertencia a toda la Iglesia y a toda la Christianitas. Sergio insistió al Papa y al emperador. Resumió su tesis con suave y caritativo lenguaje y en 364 consiguió la envoltura papal e imperial. En 638 el emperador la publicó en forma de “ekthesis” o exposición de fe.

El Papa Honorio desautorizó cualquier postura y voz contraria a la tesis de Sergio y su grupo, y proscribió al silencio a todo aquel que se opusiese a ella, y concretamente a Sofronio. Después de esta decisión, el Santo Padre Honorio I sólo estuvo al frente de la Iglesia por cuatro años, falleciendo en 638. Ya no continuaría haciendo daño a la Iglesia con su decisión de silenciar la verdad de la fe católica.

Por su parte el emperador Heraclio persiguió a los dogmáticos calcedonianos, y Máximo (bajo el emperador Constante) llegó a ser torturado, y su lengua y mano derecha cortados para que no pudiese confesar y enseñar la verdad de la fe católica.

El triunfo de la fe católica.

Honorio y Heraclio no consiguieron imponer sus funestas pretensiones. Cada vez fueron más las voces contrarias a la Ekthesis y defensoras la verdad de la fe católica. El Papa Martín I se pronunció a favor de las dos voluntades y los dos modos de obrar naturales en Cristo. Sin embargo los siguientes papas (Eugenio, Vitaliano, Adeodato II, Dono) no quisieron entrar en disputas y, en vez de defender la verdad de la fe, prefirieron “correr un tupido velo” sobre la cuestión. Pretendieron la “paz” al precio de la Justicia y la Verdad.

Aunque sacrificaron la Justicia y la Verdad, estos papas no consiguieron la “paz”. El lío teológico se apoderó de la Iglesia. Y ya no cupo más solución que dilucidar la cuestión en un concilio general.

Fue el papa Agatón quien decidió restablecer la fe católica mediante un concilio (al igual que fue necesario hacerlo en el siglo XVI mediante el Concilio de Trento, y puede que también deba ser necesario hacerlo en un futuro). Agatón convocó el Concilio de Constantinopla (680-681) que fue finalizado por su sucesor, el Papa León II.

El concilio, en su decimotercera sesión celebrada el 28 de marzo de 681, excomulgó a Sergio y a todos aquellos que formaron su bandería; y declaró: «Junto con ellos, consideramos que debemos excluir de la Santa Iglesia de Dios y anatematizar también a Honorio, ex pontífice de la antigua sede Romana, porque hemos visto en su carta a Sergio que ha seguido en todo su misma opinión y ratificado sus impías enseñanzas».

En el decreto dogmático de la decimosexta sesión, celebrada el 9 de agosto de 681, se renovaron los anatemas contra Sergio y los de su bandería incluido el Papa Honorio. Igualmente, en el decreto dogmático de la decimooctava sesión, celebrada el 16 de septiembre, se declaraba que Honorio «[…] no cesó, por medio de los susodichos, de suscitar los escándalos del error en el cuerpo de la iglesia. Y con expresiones inauditas sembró en el pueblo fiel la herejía […]».

Las Actas conciliares fueron suscritas por 174 padres y por el Emperador Costantino IV. La condena del Concilio al Papa Honorio fue confirmada por el Papa León II, con la aprobación de las Actas conciliares, aunque rebajó la sentencia al considerar que el Papa Honorio se limitó a “permitir” –no a “defender”- la herejía.

En carta al Emperador de 7 de mayo de 683, León II pronunciaba que: «Declaramos anatema a los inventores del nuevo error, esto es a Teodoro de Faran, Ciro de Alejandría, Sergio, Pirro, Pablo y Pedro de la Iglesia de Constantinopla, así como a Honorio, que no se esforzó por mantener la pureza de nuestra apostólica Iglesia en la doctrina de la tradición de los apóstoles, sino que permitió con execrable traición que se ultrajase a esta Iglesia sin mancha».

El Papa León II se dirigió a las diócesis reafirmando la condena a Honorio. Por ejemplo, en carta dirigida a las diócesis de Hispania afirmaba que la condena a Honorio era porque no extinguió la llama de la herejía, como convenía a su autoridad apostólica, sino que por negligencia la azuzó.

La condena de Honorio fue confirmada por los sucesores de León II y recogido por los concilios séptimo (787) y octavo (869-870).

El Papa Honorio no fue un hereje intencionadamente, pero fue condenado por la Iglesia, por culpa negligente, como traidor. El dictamen del Papa San León II no deja lugar a dudas sobre la traición, a Cristo y a su Iglesia, que supone el incumplimiento del deber -en obispos o Papa- de defender la santa fe católica.

Adagio

Para que el Mal, la falsedad y el error se abran camino y triunfen sólo hace falta que los valedores de la Fe se tornen mudos y que el silencio prevalezca en -y sobre- la Voz de la Verdad.

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