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Caso Colosio, morirse de risa

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Ágora Política

Jesús Yáñez Orozco 

Dos décadas de insistencia de que el asesinato de Luis Donaldo Colosio fue “crimen de Estado”, es un eufemismo para no decir el nombre del autor intelectual: el PRI, vía el Grupo Atracomulco, el mismo que encumbro ahora a su Alteza Serenísima, con el espaldarazo de la Telemierda televisiva de Emilio Azcárraga Jean. Y me desternillo de risa cuando se insistía, aún hay quien lo dice hasta la fecha, que Mario Aburto Martínez fue su solitario asesino el 23 de marzo de hace 20 años. 

 

Y dudo dudoso que el discurso supuestamente incendiario, donde el país con él en la presidencia de la nación ahora sí iba a ser la neta del planeta, pisaría callos a diestra y siniestra desde los políticos –sobre todo priistas– hasta el narcotráfico –que para el caso es lo mismo– era falaz,  días antes de su magnicidio –el segundo del siglo pasado, luego del de Alvaro Obregón– en el Monumento a la Revolución.

Me sigue ganando la risa.

Antes y después de él, los respectivos candidatos a la presidencia de la República, en turno han dicho, palabras más menos, casi lo mismo y nadie se los echó al plato.

Sí, hasta la fecha, llama la atención la vehemencia de su discurso y su dura expresión, de piedra tricolor.

¿Y?

Aunque me incordia el “hubiera” echaré mano de él. En este caso, quizá, se justifica.    

Dudo que una vez en el poder hubiera cambiado algo. De haber sido así, igual le dan chicharrón, o nos invade, con la mano en la cintura, el país de las Bardas y las Estrellas. Y lo hará cuando estén en riesgo sus intereses.

Pienso que Barak Obama ha estado tentado a hacerlo más de una vez, ante el vacío de poder que hay en todo el territorio nacional, de costa a costa y de frontera a frontera.

Si lo han hecho, en aras de la democracia, hasta la Conchinchina, nomás porque vuela la mosca del comunismo, o tiene interés estratégico como en el petróleo –es el caso venezolano, entre otros, sobre todo de Medio Oriente– con más razón su patio trasero o el trasero del patio. Da lo mismo.

Del crudo u oro negro ni se preocupa. Chavita, el autoerigido “Salvador de México” ya se lo puso en charola de plata con el eufemismo de la reforma energética.  

Somos el receptáculo de todo su excremento alimenticio (sic), incluso ideológico, y lo más grave somos sus dependientes económicos. Chatarra física, mental y financiera.

Si a ellos les da “gripita” a nosotros nos mata una pulmonía fulminante.

Por eso nos damos un quién vive, por ejemplo, en cuanto a los índices de obesidad con los Cara Pálida, y, aquí sí, les ganamos. Honroso primer lugar.

Tres historias Tres vinculan mi vida profesional universitaria-periodística con el crimen de Colosio. Dos de ellas, narradas por dos premios nacionales de periodismo.

Y sigo en la hilaridad, a 20 años de esta histeria de la historia. O viceversa. No fue casualidad que a todos quienes llevaron la responsabilidad del esclarecimiento del asesinato del político priista sonorense se les haya hecho bolas el engrudo.

Nunca dieron, más bien no quisieron, dar pie con bola. Se hicieron como tío Lolo.

El resultado ahí está: el autor intelectual del magnicidio se ha reído durante 20 años en nuestras mismísimas barbas. Algo que se reduciría a “política ficción”, diría el clásico.

 A Luis Donaldo lo recuerdo, a finales de los años 70s, cuando era catedrático de la entonces Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán-UNAM, ubicada en el municipio de Naucalpan, Estado de México.

 

 Quienes lo trataron, maestros,  alumnos y trabajadores, lo describen como afable, solidario, con su pelo negro ensortijado, y un ligero estilo afro.

Eso sí: pispireto al cubo. Era ojo alegre: mujeriego, pues.

Entonces yo estudiaba periodismo en lo que es ahora Facultad de Estudios Superiores-Acatlán. Hasta donde recuerdo, Luis Donaldo impartía la cátedra de economía.  

Una de tantas versiones, poco conocida, en torno al motivo del asesinato de Luis Donaldo, tiene que ver con el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, pero con otro matiz.

Parte del equipo a su servicio durante casi dos décadas, previo al crimen de Colosio, sostiene hasta la fecha que llamó su atención una extraña carta que envió el Ratón  –como es conocido popularmente el ex mandatario– con uno de sus hombres de confianza.

No solía recurrir a la epístola para dar órdenes.

La teoría entre los trabajadores de salinas, choferes, cocineras, mucamas, asistentes y administradores, es que en ella iba la exigencia de matar al candidato presidencial priista.

Todo, se cree, por un lío de faldas.

Suena inverosímil la historia. Pero sucede que la realidad suele superar la ficción que raya en lo caricaturesco. Y más en la política mexicana. Y si no aparece el abuelito el PRI – el PNR– en 1929, seguro lo inventa Walt Disney.

Salinas también era coscolino. Los hechos no me desmienten.

La segunda historia me la contó Fidel Samaniego, autodefinido como “la Leyenda”, premio nacional de periodismo 1989, periodista estrella de El Universal, hasta su deceso en 2010, a los 57 años de edad.

Era considerado por sus detractores el “reportero consentido de Salinas”, pues se llevó muchas notas exclusivas durante su sexenio. El mismísimo “villano favorito” de México tenía deferencias con Fidel. Casi casi tenía derecho de picaporte en Los Pinolillos.

 

Entonces me función era coeditor-reportero de deportes de dicho diario. Solíamos reunirnos en el área de fumar. El inefable cigarro en sus labios, una de las causales de su muerte,  y el irremediable nescafé, en vasito de cartón de maquinita, en los míos.

Gustaba, me decía, de mi labor reporteril y de cómo abordaba mis textos. Obvio, me sentía honrado y halagado. En una de tantas charlas, en marzo de 2004, cuando se cumplían de 10 del asesinato de Colosio, me explicaba por qué estaba seguro que Salinas no era responsable del crimen.

Narraba Fidel que al día siguiente del crimen visitó a Salinas en Los Pinos para darle el pésame. Era el 24 de marzo.

“Estaba deshecho, con ojos llorosos, parecía haber estado insomne toda la noche. Parecía un fantasma. Me impresionó verlo perder la ecuanimidad”.

“¡Nos los mataron, Fidel… Nos lo mataron!” platicó que exclamaba Salinas, enfundado en traje negro.

Cuando me lo platicaba y ahora que lo escribo se ve que el ex mandatario es histrión natural.

La tercera historia: Mario Alberto Canchola fotógrafo, que cubría la gira de Colosio, que desencadenó en su magnicidio en Lomas Taurina, en una charla informal, me platicó su hipótesis del parte de lo sucedido previo al hecho.

Recuerdo que habíamos coincidido en el diario El Financiero, a principios de la década de los 90s y cuando cubríamos una reportaje especial para la revista Bajo Palabra, tras la medalla olímpica de plata conquistada por Noé Hernández, en Sidney 2002, en su casa, ubicada en Chimalhuacán, Estado de México, me dio sus impresiones en torno al asesinato.

A Canchola le habían dado el Premio Nacional de Fotográfica cinco años atrás. Sabía de qué lado masca la iguana, en cuanto al manejo de la prensa, en general, por parte de las instituciones vinculadas al PRI.

Era avezado y experimentado.

Narró que el 22 de marzo, la oficina de prensa del candidato había dato el riguroso chayo, o embute, dádiva que se acostumbra entre los periodistas que cubre eventos oficiales. Si mal no recuerdo fueron 300 dólares, en promedio, por cada fotógrafo. Algo similar a los reporteros. Había quienes recibían más, dependiendo de la importancia del medio.

Se acostumbra que según el sapo es la pedrada.

Y como la visita a Lomas Taurinas era intrascendente, de relleno, la mayoría de quienes realizaban la cobertura le restaron importancia y viajaron a San Diego, California a comprar fayuca.

A su regreso, mientras viajaba en un taxi, Canchola  escuchó por la radio del asesinato de Colosio. Toda la prensa enloqueció, pues no tenían imágenes del crimen.

“Fueron muchas casualidades. Es claro que le tendieron la camita. Es claro que querían lejos a la prensa. Fue un crimen de Estado”, dijo.

Es por eso que son casi inexistentes las imágenes del magnicidio en prensa escrita. Y de la televisión sólo hay el video que toma un sólo ángulo del asesinato.  

Tras escuchar las tres historias me queda la impresión que Salinas no fue el criminal de Luis Donaldo.

Eso sí: sabía que le iban a dar matarili. Estoy convencido.

Y tanta culpa tiene el que mata la vaca como el que le agarra la pata.

Y sí, sigo cagado de risa.

Algo simpático debía dejar el PRI.

Cuando menos.

[email protected]

twitter y Facebook: @kalimanyez

(Contacto también para la publicación de Agora Política y Agora Deportiva en prensa escrita, radio y televisión)

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