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Ratones Verdeamarelos

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Agora Deportiva

Jesús Yáñez Orozco

La goleada 7-1 ante el tanque Panzer –coraza– alemán costará a Brasil 30 mil millones de dólares por 90 minutos de juego, debido a la corrupción rampante –y no los 10 mil millones que se manejan oficialmente. La inversión del gobierno de la presidenta Dilma Rousseff, con el pretexto del mísero baloncito, agudizará la problemática social, económica y política de esta nación.

 

Incluso, deportiva.

Sus 200 millones de habitantes lloraron diminutos balones durante hora y media. Miraban atónitos cómo le anotaba siete goles a su equipo.

Miraban cómo moría, a sus pies, inerte, su principal religión: el futbol. Esa que mata o da vida.

El dispar resultado de La semifinal entre ambos cuadros será históricamente insólito.

Por los siglos de los siglos.  

Ahora el equipo de Joachim Löw irá con el ganador de este miércoles, entre Argentina y Holanda. Ojalá sea contra los Naranjos Mecánicos. Sería una final de justicia divina.

Llamó la atención que no hubo un minuto de silencio de la Mafia-FIFA-Mafufa  por la muerte de uno de los tres – con Pelé y Maradona– mejores futbolistas del Mundo: Alfredo Di  Stéfano.

Crápulas todos, encabezados por el capo mayor Joseph Blatter.

Simbólicamente los siete goles significaron clavos de 10 centímetros al ataúd del Jogo Bonito: RIP.

Me restregué los ojos una y otra vez. Me negaba a ver lo que veía. Pensaba que era un alucine futbolero. O que, quizá, andaba yo pacheco. No daba crédito a lo que miraba en la cancha.

En menos que canta un gallo, el Scratch Do Oro era reducido cenizas, aplastado, sin misericordia, por un poderoso tanque alemán.

Acabó como la canción de El Caballo Blanco: con el hocico sangrando.

Este fatídico martes aparecieron todas las variedades de los famosos tanques germanos, sobre 22 piernas, de la Segunda Guerra Mundial que hicieron temible el ejército del Führer, Adolfo Hitler: Elefant, Panther, Tiger

Arrasaron con todo lo que se encontraba a su paso, sobre la cancha del estadio Mineirao de Bello Horizonte que se convirtió, literal, en el Infierno de Dante.

Porque el zaguero brasileño que tiene el nombre del autor de la Divina Comedia, no dio pie con bola, ni bola con pie para contener los ataques de los rivales.

Igual que el resto de la defensiva.

Parecía niño perdido, huérfano, sobre el verde rectángulo. No sabía quién era el rival: sus compañeros o los contrarios.

Igual que sus atacantes.

Fallaron una tras todas.

Futbol sencillito alemán que hizo fácil lo difícil: jugar de primera intención. Un Toque o dos, máximo, y me muevo, siempre hacia adelante, con la mira de sus cañones hacia la portería.

Nunca se excedió en sobar el balón a los costados. O hacia atrás.

Desde mi agorero pesimismo –no importa el pleonasmo— vi jugar a la Canarinha igual que suelen hacer los Ratones Verdejos Piojetes de Miguel Herrera. Corrían sin ton ni son. A lo largo y ancho de la cancha. Fueron borrados del terreno de juego por sus propios fantasmas.

Ni a caricatura futbolística llegaron. Daban pena ajena. Como nunca en su historia una Selección Brasileña.

Fueron su propia sombra ensombrecida.

Eran, en verdad, Roedores Verdeamarelos con una pequeña gran diferencia: las cinco estrellas en el pecho de la chorrillenta camiseta, a la altura del corazón.

El permanente sentimiento de indefensión de los 11 Pentacampeones era inconmensurablemente obvio. Con el efecto traumático de carecer de su principal figura, Neymar, por lesión, y de Thiago Silva.

Tampoco surtió efecto el hecho de haber puesto a todo el plantel sobre el diván. La sicóloga del deporte, Regina Brandao, quien se comunicaba por Whatsapp a diario con los seleccionados, no pudo hacer el milagro de evitar la desgracia nacional que se auguraba desde que comenzó el torneo: la eliminación del equipo anfitrión.

Las consecuencias políticas, de cara a las elecciones presidenciales de octubre próximo ya se habían advertido.

Aunque es pírrica la oposición en  Brasil, lo peor que puede suceder es que los ciudadanos den un voto de castigo –por la goleada de la Verdeamarela— a Dilma Rousseff, en sus sueños de reelegirse en el cargo por el Partido del Trabajo: se iría a la segunda vuelta en la que, todo indica, ganaría.

Los 60 mil aficionados en el Mineirao, con su equipo en la lona, abuchearon a la ex guerrillera, sintiéndose defraudados en la cancha.

Sintieron que les dieron atole con el dedo. 

Brasil jugó 80 de los 90 minutos peor que el Atlético San Pancho.

Fue carcajada balompédica.

Y de repente ya no sabía, yo, si reír o llorar.

Contra los alemanes, el equipo Pentacampeón, exhibió una coraza de vidrio.

Fue un tigre de papel revolución.

Porque si lo comparamos musicalmente, los germanos jugaron por nota. Ludwig van Beethoven se sentiría orgulloso del concierto futbolístico que brindaron y que sepultó la samba, zumba, bossa nova. 

Nadie desafinó.

Mucho menos el portero Manuel Neuer. Era, literal, el director de la orquesta. Bajó la cortina de su arco. Sólo permitió el gol del honor del rival.

Qué bueno que la afición brasileña no se sabe la letra de la canción de la derrota de los Ratones Verdejos Piojetes, “ay ay ay ay, canta y no llores…”

Porque, mínimo, les anotan 10 más.

Tampoco recurrieron al grito de “¡puto!” que aprendieron de los seguidores de la Pesadilla Team de Televisa.

Al minuto 30 de juego ya iban 5-0.

Por cierto, el silbante mexicano, Marco Rodríguez hizo su trabajo como lo debe hacer los árbitros: sin pena ni gloria.

Cuando iba apenas el 3-0 el llanto casi generalizado se observaba en el estadio, mientras algunos se encaminaban a la salida.

A lo largo del encuentro, el estadio se convirtió en un enorme teatro mundialista: alemanes y brasileños, en la búsqueda por impresionar el silbante Rodríguez, se tiraban desde la tercera cuerda, con una caricia del rival.

Quizá en el próximo mundial, en Rusia, haya representantes de la academia cinematográfica, para reclutarlos o darles, cuando menos, un Oscar al mejor clavado o piscinazo.  

Rota, hecha añicos, la ilusión del sexto título mundialista. 

El grito “¡Brasil… Brasil… Brasil!”, resonaba como rezo en el desierto.

Desacralizado el mítico Jogo Bonito.

Julio César fue el menos malo de Brasil bajo los tres palos.

Justicia divina que la final sería la final Alemania-Holanda, que se enfrenta hoy contra Argentina.

Cerca del minuto 70, tras el sexto gol, comenzó una dolorosa fiesta de abucheos que se extendió al final del juego combinados con rechiflas.

Se ahogaron en el vértigo de su propia historia. Hecha jirones la jerarquía mundialista del cuadro anfitrión.

Difícil evaluar a un equipo con un marcador tan holgado.

Fue el Maracanazo II del siglo XXI: La historia es cíclica se repite en diferente tiempo y con distintos actores.

Y con mayor dramatismo. Corregido y aumentado.

Porque ayer Brasil semejó un equipo salido de la más paupérrima favela. Desnutridos mental y físicamente.

Incluso, la afición carioca coreaba, elogiaba, el juego alemán. Insólito.

Parecía que no anotaban ni al arco del triunfo.

La imagen de David Luiz, agradeciendo al cielo, como hizo en el resto de los seis juegos, fue, quizá, porque no recibieron una docena de anotaciones.

Mientras, algunos de sus compañeros rompieron en llanto.

En contraste, los jugadores germanos sobrios, sin teutona emoción externa alguna.

Sin despeinarse, como si hubieran quitado un pelo a un gato.

Respetaron el dolor que duele del rival y la afición.  

El estadio del Mineirao, en Bello Horizonte, fue, sí: el Infierno de Dante.

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