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Agora Deportiva

Jesús Yáñez Orozco

Nada épico hubo en la final que Alemania ganó a Argentina. Para bien o mal. Fue más parafernalia mundialista que excelencia futbolística.

 

Delirante delirio esférico.

Una vez más quedó demostrado que es mayor la expectativa que despierta la Copa del Mundo de su majestad la Mafia-FIFA-Mafufa que el espectáculo en sí, por obra y gracia del Espíritu Santo Mediático.

Más de 3 mil 600 millones de habitantes — de los siete mil sobre el planta tierra– a través de la telemierda, Ojos de Vidrio, miramos algo que dista de la realidad. Como las religiones: Creemos en lo que queremos creer.

Fundamentalismo futbolístico puro.

Este domingo vi 22 asesinos del gol, en el verde rectángulo, con zapatos de futbol.

No exagero.

Quizá me quede corto.

Hoy más que nunca aplica aquella histórica frase de Jorge Luis Borges, escritor argentino:

“El futbol es universal porque la estupidez es universal”.

Porque sólo de pensar que hubo un mísero gol en 113 minutos de juego, de Mario Götze, me da el soponcio futbolero. Mucho derroche físico, mucho córrele que te alcanza por toda la cancha, mucho juego de conjunto, muchas individualidades, mucho choro mareador de los merolicos de la telemierda…

¿Y?

Hubo sólo pizcachitas futboleras.

No más.

Además, el juego ríspido, por lo general mal intencionado, generó 36 faltas. 20 del cuadro teutón y 16 del equipo sudamericano.

Un promedio de una falta cada 3.333 minutos. En parte a ello se debe el famélico nivel balompédico.

Es decir: “¡de güeva!”.

La única jugada de futbol arte fue el gol. Mario Götze recibió un balón dentro del área grande desde la banda izquierda. Controló con el pecho, como en cámara lenta, filmado por Alfred Hitchcok. El balón iba en picada al suelo. Pero antes de caer, con un letal zurdazo, cruzó el disparo venciendo el portero Sergio Romero.

Divina justicia divina.

Porque los Panzer alemanes de dos patas, acorazados con su playera alba, hicieron los méritos necesarios para convertirse en tetracampeones mundiales.

Sembraron lo que cosecharon hace dos copas del Mundo. No es fortuito un triunfo de estas dimensiones. Fueron casi ocho años en que se mantuvo intacto el cuerpo técnico encabezado por Joachim Löw.

Y lograron esa ansiada meta porque el pueblo alemán no le canta a la derrota, como los aficionados mexicasnos y los miembros del Tritanic: el Cielito Lindo: “Hay, hay, hay, hay, canta y no llores…”

Tampoco apuesta el grito de “¡puto!” como una forma simbólica de anotarle el gol al guardameta rival, pues por lo general no sabe qué significa esa palabra homofóbica. Más cuando no hablan español.

Somos, y seremos, eternos campeones de frustración nacional.

Porque el alemán es un espejo donde quizá algún día puedan verse los Ratoncitos Verdes Piojetes.

Y porque en la Bundes Liga, además, ni en la peor pesadilla kafkiana hay un fenómeno parecido en México, deportivamente hablando, donde el futbol es, literal, muerto viviente:

Draft, Pacto de Caballeros, Código de ética, multipropiedad de equipos, trato de “esclavos” a los jugadores, con el valor agregado del férreo control por parte de Emilio Azcárraga Jean, dueño de la telementira, Televisa.

Existe la creencia que con la profunda filosofía roedora del “échele ganas” se va a hacer realidad la quimera del quinto partido.

Nunca, jamás, se piensa en alcanzar en base a hechos concretos, la Copa del Mundo.

Es la eterna filosofía nacional, pírrica, del “ai se va”.

La historia de los triunfos futbolísticos nacionales a nivel internacional, salvo los conquistados por la Sub-17, son de churro, como la medalla de oro de los Juegos Olímpicos de Londres 2014.

Y fue un triunfo sobradamente inesperado, a grado tal que los dueños del balón en México –los amos de los “esclavos”, como llamó a los futbolistas Hugordolfo Gelatino Sánchez– que incluso hicieron un documental sobre cómo se ganó esa presea.     

Y cómo poder escribir de lo que provoca un miserable baloncito de futbol, mientras es mascarada la población civil Palestina por misiles israelíes, con apoyo del país de las Bardas y las Estrellas.

Y, más digerir el dolor que duele, tras mirar las dantescas imágenes, en redes sociales, de niños sin vida sobre el frío cemento.   

Indigna doblemente mi indignación porque la Organización de las Naciones Unidas es sólo un jarrón chino: adorno que de nada sirve, incapaz de poner un hasta aquí y porque nuestros vecinos Cara Pálida, coadyuvan con armamento para asesinar a esa dolida nación árabe.

Porque este domingo Lionel Messi y compañía vivieron, en cierta medida, el síndrome del Maracanazo.

Fue inconmensurable la pobreza futbolística mirada a los largo de la mayoría de 64 partidos disputados, que fue rubricada con un anodino partido.

El mismo Javier Aguirre, dos veces director técnico de la Pesadilla Nacional de Televisa, y comentarista de cabecera del mundial de la telepatria  aceptó, palabras más, menos, que fue mísero el juego disputado entre ambas escuadras.

Consciente de lo que representa la manipulación social a través de este deporte, El Vasco –alguna vez simpatizante de izquierda en México– evitó ahondar en su concepto.

Porque, de haber asistido al Mundial Brasil 2014, en mi calidad de agorero columnista, gritaría,  como dice un comediante del teleexcremento:

“¡Que devuelvan las entradas!”

Porque en pocos juegos se observó el Jogo Bonito, que no es privativo del Scratch Do Oro. Ese al que se acercó la Desesperación Nacional de Los Pinos en su juego contra Holanda. 

Y en la esgrima de la fe, en el meritito Vaticano, todo indica que los rezos del Papa en retiro, el alemán Ratzinger, Benedicto XVI, fue escuchado por Dios y no el que está en funciones, el argentino Pacorro Bergoglio.

Porque 32 fueron los llamados a la justa mundialista y sólo dos los elegidos.

Resultó curioso observar que por primera vez lo gobierno de los equipos finalistas en una Copa del Mundo fueran dirigidos por mujeres: Angela Merkel y Cristina Fernández.

A diferencia de los Papas no hicieron declaraciones mediáticas trascendentes en torno al encuentro. 

Messi, el mejor jugador del mundo, sólo tuvo destellos futbolísticos a los largo de los 120 minutos de juego. Fue sombra de su sombra.

Y en un acto de mercadotécnica mundialista, y no justicia deportiva, Lio recibió el trofeo al mejor jugador del Mundial, por orden del Capo di tutti Capi de la Mafia-FIFA, Sepp Corleone Blatter.

Cuando Javier Mascherano tenía todos los méritos habidos y por haber para llevarse ese reconocimiento.

Incluso, cuando escuchó su nombre por el sonido local para subir por segunda vez a la zona donde se entregaron reconocimientos a los mejores jugadores de la justa mundialista puso cara de juat.

Ni él mismo se la creía.

Fue, diríamos en el barrio, un futbolista balín.

Previo al encuentro, una victoria de Alemania 1-0 ante Argentina, con gol de Thomas Müller, fue el pronóstico de los ‘bookmakers’ para la final del Mundial 2014, que, se advertía, “seguramente pulverizará todos los récords en materia de apuestas”.

Las principales casas británicas, William Hill, Paddy Power, Ladbrokes y Coral, coincidieron en ofrecer la victoria final de Alemania con una cuota de 1.6, mientras que un triunfo de Argentina supondría 2.2 veces la suma apostada.

Para la mayoría, no es una elección sentimental. La Mannschaft es un rival histórico que los británicos adoran detestar y la disputa por la soberanía de las Malvinas, propiedad argentina, no hizo aumentar la popularidad de la Albiceleste.

“Esta vez la gente apuesta más con la cabeza que con el corazón”, subrayó Joe Crilly, representante de William Hill, el líder en los mercados de apuestas.

Dos yerros argentinos pudieron cambiar el rumbo de esta historia. Hubo dos jugadores que pifiaron frente al arco, errores del tamaño del Maracaná, cuando la afición ahogaba el grito de gol en sus gargantas: uno de Higuaín, allá por el minuto 20 y otro de Palacios en los tiempos extras.

Y tan tan.

A en le ceremonia de premiación –con una serenata como rechifla en todo el estadio– la presidenta Dilma Roussef, con cara de sargento mal pagado, y el Corleone Blatter entregaron la Copa Mundial y medallas a dos equipos.

Al término del encuentro fue gratificante ver cómo esposas, novias e hijos de los jugadores alemanes saltaron a la cancha desde la tribuna para festejar.

Y, sí, ché: No llores por mí Argentina.

O: el Ultimo Tango en Maracaná.

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