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Zabludovsky, ‘Joseph Goebbels’ judío

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Ágora Política

Jesús Yáñez Orozco 

Para intentar ubicar a los dos –íconos del periodismo nacional ya fallecidos— en su exacta dimensión parto de la premisa, mi cristal, que si la historia hubiese invertido los papeles, la  realidad, política, social y económica en México, sería casi la misma los últimos 50 años: Julio Scherer García, como conductor del noticiero 24 Horas, y Jacobo Zabludovsky Kravesky, director de la Revista Proceso.

 

Porque lo único objetivo en el periodismo tiene una palabra: subjetividad.

Uno, de origen alemán, murió en el 7 de enero pasado, a los 88 años, y el otro, judío, recién, a los 87 años. Me quedo con la duda si con Chespiritio estará quemándose en los Avernos. O, si en el cielo, El Creador estará aplaudiéndolos.

Uno es “Jacobo” o “licenciado Zabludovsky. El otro es “Don Julio”.

El “Don”, ganado a pulso.

Sin regateo alguno. 

Mas el mayor infortunio, ético-moral, de Jacobo fue haber caído en las garras del dueto satánico nacional: la dinastía Azcárraga-PRI, durante casi tres décadas.

Fue –y quiso ser– su títere, hasta convertirse en una especie de Joseph Goebbels judío: perfeccionó el arte de hacer verdades mentiras y mentiras verdades frente a las cámaras.

Fue un genio del mal. Creó, sin querer, la telepatria y fue su principal héroe.

Herencia maldita a Joaquín López-Dóriga.

En ese emblemático noticiero, opio nacional de 1971 a 1998, el pueblo se hizo adicto a la imagen y palabras de su conductor, con audífonos que lo hacían ver caricaturesco, donde vertía, eso sí, su oficio periodístico.

“Hombre noticia”, se le decía.

Hay un sinfín de historias que vivió durante la conducción de su informativo que dio un sello indeleble de autocensura, porrista oficial del poder, hasta le fecha.

Cuando era entrevistado, algo que siempre le fascinó, reconocía que ese control era producto de la férrea hegemonía del partido único. Pero nunca mencionaba las tres siglas diabólicas: PRI.

Lavó, exprimió y tendió la ropa sucia del poder de principios de la década de los 50s,  hasta finales de los 90s.

Por ejemplo, quedó grabada en la memoria de los teleadictos a 24 Horas, la llamada al aire de María Félix, luego de que la criticó, donde le dijo que ello no andaba diciendo que él se acostaba con hombres –entonces se comentaba, en broma y en serio, que el “joven Murrieta” era “su primer espada”– hasta las célebres palabras de la corresponsal Erika Vextler, gritando “¡nuclear, Jacobo, nuclear!”, al comienzo de la primera Guerra del Golfo, que desataron Sadam Hussein y George Bush, padre.     

Jacobo se hizo más entrañable durante los sismos de 1985, cuando el edificio de Televisa, en Chapultepec 18, en la ciudad de México, se había derrumbado.

Vio, petrificado, que ahí estaba sepultado un centenar de trabajadores a quienes  él había asignado sus horarios.

Cuando recordaba esa anécdota los ojos se le rasaban de lágrimas. Era una forma de expiar su culpa y sus demonios.

Aquél 19 de septiembre, frente a los escombros, se rehízo. A bordo de su auto y con teléfono móvil –que comenzaban y que se llamaban “ladricel”– se subió a su oficio de reportero por las calles del centro histórico de la ciudad, ese que conocía como la palma de su mano. Deambuló como alma en pena, por una fantasmal ciudad, narrando para lo que ahora se conoce como Televisa Radio.  

Nunca, jamás, luego de los terremotos, mencionó en sus espacios noticiosos cómo, ante el vacío de poder del gobierno, encabezado por Miguel de la Madrid Hurtado, el pueblo tomó el control de la ciudad, la hizo suya, y logró superar, poco a poco, el dolor nacional.      

“Lo dijo Jacobo…”, era la verdad absoluta, Dios de la noticia para los mexicanos, que acabó en sorna en la letra del grupo Molotov:

“Que no te haga bobo Jacobo…”

“Nunca la he escuchado”, argumentaba sobre los autores, entre otras rolas, de ‘frijolero’, “no sé si es ofensiva. Pero si lo fuera están en su derecho de expresar lo que piensan”.

Cuando era interrogado sobre si alguna vez mintió en su informativo televiso, respondía   que se había visto “obligado” a quedarse con la versión oficial, porque sus posibilidades de investigación “eran mínimas (sic)”.

Y según él, eso lo padecían todos los periodistas, no sólo él y su equipo.

Sobre si tenía arrepentimiento alguno, reflexionaba:

“Los arrepentimientos siempre pasan. Seas o no periodista. Pero uno no puede lamentarse todo el tiempo. O te puede pasar lo que a la mujer de Lot: miró hacia atrás y se convirtió en una estatua de sal. Hay que mirar hacia adelante y sacar del pasado la experiencia para hacerlo mejor en el futuro.

–¿Le parece injusto que lo identifiquen como el vocero del régimen priista?

Respondía con su voz inconfundible, cavernosa:

–Es injusto. Pero es explicable. Porque era el periodista más notorio, el más destacado… Lo entiendo aunque no lo comparto.

Y se autodefinía que no era de izquierda ni de derecha.

“No tengo amigos por partidos políticos o por ideologías. Me llevo bien con Dios y con el Diablo”.

El periodista dejó 24 Horas, en 1998, luego de casi 28 años al aire, luego de que su hijo, Abraham, renunció a Televisa. Todo indica que fue a raíz de que Azcárraga Jean determinó que fuera López Dóriga quien quedaría al frente del noticiario estelar de esa empresa.

A contrapelo, la antítesis, Scherer –quien abortó las carrera de derecho y filosofía y letras en la UNAM para ejercer en oficio donde se “sufre como perro”, según Gabriel García Márquez– tuvo la virtud de ser su propio patrón –aunque se dejaba usar, pero también usaba al poder, cuanto le filtraban documentos confidenciales, desde las palaciegas pugnas intestinas— en el semanario Proceso, surgido de la sociedad civil.

Nunca hubo censura. Quizá, en algún momento, sí, autocensura. 

Algo que poco se sabe, es que Scherer puso en riesgo su vida, en aras de la libertad expresión. Pese a ese riesgo, nunca aceptó que más de alguno de los gobiernos en turno le impusieran guaruras. Siempre los desdeñó.

Se sentía acorazado por su palabra. 

Zabludovsky, en cambio, jamás temió por ella. El silencio era su chaleco antibalas. Se sometía sin rubor alguno a la censura oficial.

Y así lo hacía porque su patrón, Azcárraga Milmo, el feroz Tigre de la mentira, se ufanaba de ser “soldado” del presidente de la República, y presumía que la programación de su televisora era para “jodidos”.  

Era su felina ley.

Los casi 28 años del “licenciado” en Televisa, luego de su salida,  se convirtieron en  su infierno en la tierra, estigma, hasta su muerte. Aunque él tenía la virtud de minimizar todos los vituperios.

Tuvo toda la información privilegiada en sus manos, y la usó para enriquecerse en todos los sentidos. Menos para exhibir la corrupción y los excesos de Díaz Ordaz, Luis Echeverría, López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón, y Enrique Peña Nieto.

Nadie como Jacobo.

Poseía las llaves maestras de las puertas de acceso a los sótanos del poder, los archivos secretos de los grupos fácticos: políticos, empresarios, curas, ejército…

Cuando, según Vicente Leñero, al referirse a él con sorna, escribió que Jacobo fue el “bueno” –como conductor de un noticiero radiofónico y multipremiado nacional e internacionalmente.

Resultó paradójico que mientras Jacobo era sepultado con una impresionante cobertura mediática, los reflectores que nunca lo abandonaron, se difundían dos asesinatos de periodistas que fueron enterrados por la indiferencia social, política y gremial:

Juan Mendoza Delgado, desaparecido el 30 de junio y cuyo cuerpo fue encontrado el jueves 2 de julio en la carretera federal Santa Fe-San Julián de Veracruz.

Era el director del portal de noticias Escribiendo la verdad.

En Oaxaca, Filadelfo Sánchez Sarmiento, locutor y director de la estación de radio La Favorita 103.3 FM de Miahuatlán, fue asesinado la mañana del jueves 2 de julio.

Porque somos, los comunicadores, un adorno, más bien kleenex, –úsese y tírese—de la Dictadura Perfecta y de los dueños de los medios de informativos.

Ahí está un mortuorio ejemplo, al que hay que añadir los dos compañeros mencionados: de 1971, a la fecha, han sido asesinados desaparecidos más de 250 reporteros.

Coincidencia, o no, ese año comenzó su noticiero Jacobo.

Scherer García afirmaba que Jacobo simbolizaba todo lo que él abominaba en la vida. Entre otras cosas por la forma en que fue atacado desde las cámaras de Televisa, para justificar su expulsión de Excélsior. Argumentó entonces que nada anormal había sucedido en la sede del diario, el edificio de Bucareli y Reforma, cuando decidió dejar la dirección y, que, incluso, Don Julio tenía vínculos con la guerrilla nicaragüense, que terminó por derrocar a Anastasio Somoza, y que incluso, tenía armas en su oficina provenientes de ella.

Pero el inconsciente contradecía a Scherer. También deseaba los reflectores. Como la mayoría de los mortales.

Ansiaba el reconocimiento popular. Nunca la fama, esa a la que aspiran sólo los tontos, los que desean aparecer, aun a costa de sus vidas, en el Ojo de Vidrio.

Aún recuerdo con pesar cuándo, frente a las cámaras de Televisa –Don Julio siempre de espalda– realizó, en una bodega desnuda, una anodina entrevista al Subcomandante Marcos –autodefinido hace poco tiempo como “botarga”.

Nada trascendental dijo el jefe insurgente.

En su espalda tenía el indeleble logo de Televisa.

La noticia, en realidad, era el director del semanario, según yo, doblegado por lo que más abominaba: la empresa de la dinastía satánica. 

Parecía impensable que Scherer García  fuera fugaz reportero de lujo demonio televisivo.

Y así como eran tesis y antítesis, tenían similitudes.

Ambos poseían eso que los políticos llaman “mano izquierda”.

Sabían seducir a Dios y al Diablo.

Los igualaba el oficio reporteril, el agudo olfato de la noticia, la pasión por la lectura, 

… el afán protagónico, que en Scherer se acendraba por su negativa a dar entrevistas y, como me comentó una vez José Reveles Morado, uno de sus reporteros más avezados en Excélsior y Proceso, palabras más o menos:

“Para Don Julio, el periodismo existe sólo en el poder”. De secretarios de Estado para arriba.

Ahí están, también, las entrevistas a poderosos presuntos narcotraficantes. Por ejemplo, Sandra Ávila Beltrán, la “Reina del Pacífico”,  Ismael “El Mayo” Zambada y Rafael Caro Quintero.

Sí: el poder era su  obsesión.

Y, quizá, razón de ser.

Porque, él se sabía poderoso con sus pluma y sus reporteros, con el espaldarazo intelectual del escritor Vicente Leñero, primero del periódico de la vida nacional y luego del semanario.

Se sabía adalid del periodismo nacional.  Como director de Excélsior, reconocido internacionalmente, así como al frente de Proceso.

Resulta significativo que por todo lo que leí, Jacobo no tiene detractores, como persona.

Era ‘homo bono’, sin par.

Uno humilde empleado de Televisa, quien laboró con él casi 20 años, quien pidió el anonimato, así lo definió:

“Era siempre el primero en llegar. El más preparado. Se sabía el nombre de todo su equipo y nos hablaba con la misma amabilidad. Sin importar quiénes éramos. Respetaba el trabajo de todos y te lo reconocía, aunque lo único que hicieras fuera levantar un cable”.

Según Enrique Galván Ocho, columnista de Dinero, del diario La Jornada y colaborador de Jacobo durante una década, en su noticiario de Una a Tres, de Grupo Acir, hizo célebres frases como ‘‘no te calientes, granizo’’, ‘‘hay que esperar a que embista el toro’’, y  ‘‘el error es morirse’’.

Eso sí, me sumó al consejo que Jacobo daba a los reporteros imberbes:

“Que no se equivoque: esta es la mejor profesión del mundo. Tendrá momentos de angustia, de duda, de indecisión. Pero eso lo tienen todos los oficios. Lo único que recomiendo es que lea, se cultive. La lectura es lo más importante”.

Y predicaba con el ejemplo. En su biblioteca había, hay, seis mil libros.

De no haber sido periodista del “Diablo”, Zabludovsky podría mirar a la cara a Scherer,  Pagés Llergo, Manuel Buendía, Miguel Angel Granados Chapa, Manuel Becerra Acosta, Carlos Payán…

 

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@kalimanyez

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